Mariano Nava Contreras @MarianoNava

 

Recuerdo que uno de mis lugares favoritos de toda Atenas era la azotea de la Escuela de Filosofía de la Universidad. Se trata de un edificio de nueve pisos situado en la Ciudad Universitaria, al pie del monte Himeto. Desde el último piso había una espléndida vista de toda la ciudad con la Acrópolis al centro, el monte Licabeto y la verde colina de Filopapos. Más allá se divisa el puerto de El Pireo, la isla de Salamina y el golfo de Sarónica, con las montañas del Peloponeso al otro lado del mar. Otras veces he dicho que casi todas las mañanas de Atenas son radiantes, con una luz clarísima y un cielo azulísimo. En las mañanas de invierno amanecían nevadas las cumbres del Parnés y del Pentélico bajo el azul intenso. Hasta semejante mirador me gustaba llegar hacia mediodía, cuando apenas en Venezuela iba amaneciendo, para llamar a casa, puesto que era el lugar donde había mejor cobertura telefónica. Al hablar con mis seres queridos me costaba explicarles que en ese preciso momento estaba mirando uno de los paisajes más bellos que he visto y veré.

Un día le comenté a la Dra. Stavropulu, la prestigiosa helenista que dirigía mis investigaciones, acerca del imponente paisaje que se veía desde la azotea de la Escuela. Me respondió: “Si a usted le gusta el paisaje que se ve desde la azotea es porque no ha visto el que se ve desde mi oficina”. Entonces amablemente decidió que mudáramos nuestras reuniones a su oficina. En efecto, la vista era increíble. Se trataba de un piso más bajo, pero situado en otro ángulo del edificio. La oficina tenía una amplia ventana que daba a la ciudad. Desde allí, la Acrópolis se veía con otra perspectiva y adquiría una forma insospechada, sus rocosas laderas lucían más escarpadas y el mármol del Partenón adquiría otro brillo bajo la luz del sol. Confieso que me costaba mucho concentrarme en nuestras conversaciones.

Con el tiempo ocurrió lo que inevitablemente ocurre entre dos personas que aman la literatura griega. Nuestras reuniones se convirtieron en pequeñas fiestas literarias que la Dra. Stavropulu preparaba encargando a su secretaria café y dulces griegos. A veces estábamos hasta cuatro horas leyendo y comentando los textos, mientras yo trataba de tomar nota de todos sus comentarios. Sin embargo, para mí, lo más valioso de nuestras conversaciones eran sus propias vivencias personales. La familia de la Dra. Stavropulu era oriunda del norte del país, aunque se había establecido en Atenas hacía muchos años, de modo que había vivido, directa o indirectamente, la historia reciente de Grecia. Algunos parientes habían luchado en la resistencia contra la ocupación Nazi, y aun su padre había vivido los duros días de la dominación alemana sobre la ciudad.

La Dra. Stavropulu me contó cosas espantosas de aquellos terribles días. Solamente en Atenas murió de hambre cerca de la tercera parte de la población. Las familias preferían no reportar a sus muertos y los enterraban en los patios de las casas para poder seguir reclamando su cuota de alimentación. En el silencio de la noche -me contaba- se podía oír a los niños llorando de hambre y el eco de los fusilamientos en el barrio de Kesarianí, muy cerca de la actual Ciudad Universitaria, donde hoy queda el parque conocido como “El altar de la libertad”. Desde luego, sin tanto horror y tanto sufrimiento es imposible comprender la poesía griega de la segunda mitad del siglo XX, que ha dado creadores de la talla de Yorgos Seferis, Odiseas Elitis y Giannis Ritsos.

Después de que se fueron los alemanes vino la guerra civil, y después los años de inestabilidad política que terminaron con la dictadura de los Coroneles, de modo que Grecia no conoció un día de verdadera paz hasta 1974. Una vez le pregunté a la Dra. Stavropulu qué habría pensado su padre de la actual situación de Grecia. Me dijo que por fortuna no había vivido para verla, pero que al final de sus días, viendo en lo que se había convertido el país después de tanta muerte y tanta guerra, había exclamado con amargura: “¡Y por esto fue que nos sacrificamos tanto!”.

Aquellas palabras me impresionaron mucho, aunque por aquellos días aún estaba yo muy lejos de imaginar el duro destino que le esperaba a mi país. Hoy no puedo dejar de pensar en ellas cuando veo el altísimo precio en sudor y sangre que estamos pagando los venezolanos por reconquistar nuestra libertad, y trato de imaginar el camino que aún nos queda por recorrer hacia un país más próspero y más justo cuando por fin nos liberemos de la tiranía. Recuerdo a menudo aquellas conversaciones atenienses y pienso en las dificultades y en los formidables retos que afrontaremos los venezolanos cuando emprendamos la reconstrucción del país, y sé bien que, si no logramos que prevalezcan el respeto y la convivencia republicana, si no formamos ciudadanía, tanta sangre, tanta muerte y tanto dolor habrán sido en vano.

 

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