Libertadores

Por

Mariano Nava Contreras

 

Twitter:

@MarianoNava

“Soñaste ser libertador y fuiste…”

 

Adelis León Guevara

 

 

Recuerdo que, cuando éramos niños, en la escuela nos gustaba disfrazarnos de héroes de la Independencia para los actos culturales de las fechas patrias. El 19 de abril y el 5 de julio solíamos representar escenas patrióticas con los disfraces que cuidadosamente nos hacían nuestras madres, pecheras y charreteras de cartón coloreado en amarillo, azul y rojo, amén de pintarnos patillas y bigotes con delineador de ojos para que pareciéramos verdaderos libertadores del siglo XIX.

Recuerdo que siempre le tocaba ser Bolívar al más guapo de la clase o al que tuviera las mejores notas, en todo caso al favorito de la maestra. Yo que soy maracucho y siempre fui regionalista incorregible, me sentía más que contento representando a Rafael Urdaneta, lo que tenía sus ventajas porque a nadie más le interesaba disputarme el personaje.

         Ahora pienso que la satisfacción y el orgullo que sentíamos de niños al encarnar, aunque fuera por un ratico y en el teatro de la escuela, a nuestros héroes, nos muestra cuán profundamente enraizados en nuestro cariño estaban, y aún están, aquellos libertadores que hace tanto tiempo dieron su vida para que fuéramos libres. Hoy, historiadores y pensadores de la talla de Germán Carrera Damas, Manuel Caballero y Elías Pino Iturrieta nos han mostrado cómo el mito bolivariano ha sido y es manipulado por los distintos regímenes para legitimar sus planes, generalmente de permanencia en el poder. No tengo la menor duda de que se trata de un proceso que se repite más o menos en todo los países, el de construir una épica nacional que sirva para legitimar los planes e intereses de los gobiernos, que sirva para manipularnos. Lo hizo Mussolini al invocar la antigua grandeza romana, lo hizo Hitler al inventarse un origen mítico para los germanos, lo hace Trump cuando jura que América será great again.

         Tal vez haya solo dos metas históricas que el Estado venezolano se ha trazado y ha conseguido cumplir a cabalidad. Se trata de la negación de nuestro pasado colonial, por un lado, y la configuración de una épica libertaria basada en los hechos de la independencia, por el otro. A ambos objetivos se abocaron los gobiernos republicanos con inusual sistematicidad y continuidad desde el siglo XIX. Ambos, por cierto, tienen que ver con la negación de una realidad. Ambos apelan a las díscolas fuerzas del sentimiento y de la imaginación, la negación de un pasado y la afirmación de un mito. Cuando nace una leyenda, toda épica busca llegar, a través de lo desmesurado y lo hiperbólico, al centro de la emoción, allí donde el alma es más dócil e indefensa, donde es más fácil de conmover. Allí donde, lo sabemos, las huellas son más imborrables.

         Fue lo que pasó con nuestros libertadores. Al inventarnos aquella raza de héroes etéreos, la ubicamos allí donde su incorporeidad la hace más inasible: en las alturas de nuestra imaginación, pero también en nuestro cariño más profundo. Los venezolanos no solo admiramos a nuestros héroes, sino que también les guardamos sincero afecto y gratitud. Nuestros héroes, es así, habitan también la patria de nuestro cariño. Se trata del efecto colateral, un resultado imprevisto de aquel plan. No solo consiguieron modelar un pasado imaginario, mítico y glorioso, sino que también construyeron un vínculo afectivo con ese pasado. Un cariño que se ve en el chamito que se pone orgulloso el disfraz de Libertador que le hizo su mamá para el día del acto cultural del 19 de abril.

         Pero resulta que esos chamitos que hace unos años se sentían Bolívar, Páez, Urdaneta o Sucre en el teatro de la escuela ya no van a la escuela. Ya crecieron y están terminando el bachillerato, van a la universidad, trabajan. Quieren un país mejor y más justo y luchan por él. Los vemos en las calles de Venezuela pidiendo libertad, justicia, oportunidades. Salen con sus pancartas, con sus capuchas, con sus máscaras antigás. Se ponen sus cascos tricolores, agarran sus escudos improvisados de cartón y madera, algunos llevan escrita una frase contundente: “Yo soy libertador”. Los hemos visto con unas franelas azules con pecheras y charreteras pintadas, como las que usaban nuestros libertadores, como las que les hacían sus madres para los actos de la escuela. Y en la espalda la frase, como un conjuro:

“Yo soy libertador”. Solo que esta vez no se trata de un disfraz para un acto cultural. Los hemos visto también caer heridos, muertos. Los hemos visto dejar la sangre en el pavimento.

         Pienso que cuando todo esto pase dentro de un tiempo, la historia de estos libertadores se convertirá también en leyenda. Posiblemente tampoco faltará el gobernante cínico que quiera manipularnos con ella; pero de lo que sí estoy seguro es de que estos muchachos quedarán por siempre en nuestra memoria, en nuestro cariño y en nuestra gratitud. Y hasta tal vez, en las escuelas de la Venezuela que viene, otros chamitos querrán disfrazarse de estos libertadores, con sus máscaras antigás, con sus gorras tricolores, con sus franelas y sus escudos, para el acto del día de la patria.

Mariano Nava Contreras (Maracaibo, 1967): Es Profesor de Lengua y Literatura Griega en la Universidad de Los Andes de Mérida, Venezuela, Doctor en Filología Clásica por la Universidad de Granada, España (2001), Posdoctorado en la Universidad Nacional de Atenas (2015) y doctorando en Historia por la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas. Autor de artículos y libros especializados, ha sido investigador y docente invitado en las universidades de Almería (España), Laval (Canadá), West Indies (Trinidad), Católica Andrés Bello de Caracas, Univalle de Cali, Nacional de Colombia en Bogotá y París-Sorbona.

 

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