Rusia, “espiada” por organizaciones sin fines de lucro

Robert Skidelsky

 

LONDRES – Nada perjudica tanto la imagen de Rusia en Occidente hoy como su ley sobre agentes extranjeros. Aprobada en julio de 2012, la ley obliga a toda organización no comercial (ONC) que se dedique a “actividades políticas” (algo que la ley no define) a registrarse en el Ministerio de Justicia declarando cumplir “funciones de un agente extranjero”. Luego en 2015 se aprobó una ley sobre “organizaciones indeseables” que obliga a todas esas ONC a identificarse públicamente como tales agentes.

La elección de palabras es peculiar y significativa. Al fin y al cabo, ¿qué se entiende por “funciones de un agente extranjero” en sentido coloquial sino servir a los intereses de una potencia extranjera? En la práctica, la ley rusa impide a ONC sin control estatal realizar cualquier actividad en el país. Y la designación de agente extranjero les impide recibir financiación rusa que les permita salir del registro. No sólo son extranjeras: ¡también son infiltradas y traidoras!

Algunas organizaciones optaron por el cierre voluntario; otras fueron suprimidas por incumplimiento de la normativa; y hay otras que se exiliaron. Algunas víctimas notables han sido el Centro Sakharov, el Centro Conmemorativo de los Derechos Humanos y la Escuela de Educación Cívica de Moscú. La Universidad Europea de San Petersburgo, tras repeler un intento anterior de estigmatización como “agente extranjero”, ahora se enfrenta a un eventual cierre por infracciones técnicas banales (una táctica burocrática favorita).

La vendetta contra las organizaciones independientes vinculadas con el extranjero, que no aporta a Rusia ningún beneficio y daña su reputación internacional, puede descifrarse en tres niveles.

En primer lugar, la ley de 2012 fue una respuesta directa a las grandes manifestaciones públicas comenzadas el año anterior en Moscú, San Petersburgo y otras ciudades rusas para protestar contra la decisión de Vladimir Putin de presentarse para un tercer período presidencial, su posterior elección y la asunción al cargo. En su único discurso de campaña, el 23 de febrero de 2012, Putin rememoró la victoria rusa sobre Napoleón en 1812 y alertó contra la interferencia extranjera en los asuntos internos del país. Esto fue una clara referencia a la Revolución Naranja de 2004 en Ucrania, presuntamente organizada y financiada por la CIA, que provocó la caída de Viktor Yanukovych, el candidato presidencial preferido de Moscú. En cuanto a la ley de 2015, fue posterior al levantamiento del año anterior en la Plaza de la Independencia en Kiev, que logró deponer a Yanukovych por segunda vez.

El temor a la desintegración del Estado ruso, herencia del imperio, es un pensamiento continuo de los gobernantes rusos, y el principal obstáculo contra el desarrollo de una política democrática.

Dicha herencia es reliquia del oscuro mundo de las “organizaciones pantalla”: auténticos “agentes extranjeros” que bajo una apariencia de independencia y dedicación a causas loables son controlados en secreto desde otros países. Los rusos conocen bien estas organizaciones, porque la Unión Soviética las creaba todo el tiempo como herramientas clandestinas de política exterior. Las “pantallas” eran grupos de académicos, deportistas y personas del mundo de la cultura, respetables y a menudo inconscientes de ser usados; mientras que la organización secreta real estaba bajo control de la KGB. La producción de la organización era siempre favorable, o al menos acrítica, respecto del punto de vista soviético.

La CIA respondió con la misma moneda. Una de sus muchas “pantallas” fue el Congreso para la Libertad Cultural, fundado en 1950, que financiaba revistas políticas y literarias muy conocidas, como Encounter en el Reino Unido, y ayudaba a intelectuales disidentes detrás de la Cortina de Hierro.

Es difícil saber cuánta influencia real tuvieron estas “pantallas”. Para los amantes de las teorías conspirativas, son parte esencial de la historia secreta de la Guerra Fría. Y los medios de prensa y electrónicos actuales ofrecen nuevas posibilidades de “pantallismo”. Con la suficiente imaginación es posible ver el largo brazo de Putin en la designación de George Osborne como editor del londinense Evening Standard, propiedad del oligarca ruso Alexander Lebedev.

Pero la desconfianza rusa hacia el extranjero tiene raíces mucho más profundas. Todo aquel que intenta aprender ruso choca enseguida con la extraordinaria opacidad del lenguaje. El genoma cultural de los rusos evolucionó en un entorno campesino, donde la propiedad se poseía y la vida se vivía en común. (El comunismo soviético, dejando a un lado el innegable aporte de Occidente, se apoyó en una idea tradicional de propiedad colectiva.) Las relaciones no se regían por normas legales, sino por acuerdos tácitos y una clara distinción entre quienes piensan igual o distinto al grupo. La sociedad rusa es tradicionalmente cerrada; los rusos, según explicaba en 2015 el cineasta Andrei Konchalovsky, aman u odian, no respetan.

La occidentalización iniciada por Pedro el Grande en el siglo XVIII fue una excrecencia forzada: un injerto, no un trasplante. Sin Pedro, escribe Konchalovsky, no existirían Pushkin, Tchaikovsky o Tolstoy, sino sólo Pimen, Feofan Grek y Andrei Rublev. Pero esto no corrió el centro de gravedad de la civilización rusa, que siguió siendo colectivista y eslavófila, no individualista y occidental. Occidente dio a Rusia disidentes y misiles, pero no significado, y Putin lo entiende muy bien. En ocasiones, su discurso cae en el slang de la prisión, la tyurma, arquetipo de la sociedad cerrada.

Es en vano esperar la anulación de la ley de “agentes extranjeros”. Pero Rusia puede hacer una concesión que no le costaría nada: limitar la obligación de registrarse como tales a aquellas ONC que reciban más del 50% de su financiación desde fuera del país. Eso liberaría la financiación local y les permitiría operar en Rusia. Y Occidente también puede hacer alguna concesión sin costo alguno, por ejemplo borrar algunos nombres de la lista de ciudadanos rusos que no pueden entrar a Europa o Estados Unidos. Puesto que la paz y la prosperidad global dependen en parte de la estabilidad de la relación entre Rusia y Occidente, ¿es mucho pedir unas medidas tan sencillas para reducir la paranoia?

Traducción: Esteban Flamini

Fuente: Project Syndicate

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