Viví en el monstruo y le conozco las entrañas

Confieso mi admiración por la decisión y el coraje mostrados por Luisa Ortega Díaz en defensa de la Constitución y los valores liberales y democráticos en ella asentados. Ello no significa que comparta su reivindicación de quien considero fue el Prometeo de esta burda y esperpéntica tragedia. Habrá tiempo para que la historia termine por decantar sus juicios y establezca sus verdades.  Mientras, a unir sus fuerzas con las nuestras. La democracia, como la vida, “es el arte del encuentro”. Lo dijo Vinicius de Moraes. Empujemos de consuno el carro de la historia hacia un final feliz.

Antonio Sánchez García

@sangarccs

Malaya quien crea que Luisa Ortega Díaz es nuestra enemiga. Ni el esposo de la fiscal, Germán Ferrer o el joven líder de Marea Socialista, Nicmer Evans. Ni la legión de chavistas que aún no caen en cuenta de la estafa de la que han sido víctimas o a las que se arrimaran, pensando que Hugo Chávez era el árbol que más sombra daba. Y se las diera. Súbitamente a la intemperie, ante la horrenda sequía que ha dejado las raíces de la estafa en descampado. Y seguramente sumidos en la duda hamletiana de decidir adónde irse, ante este aterrador hundimiento.

Vivimos un fin de ciclo, posiblemente el más dramático entre los múltiples que hemos vivido a lo largo de nuestra turbulenta historia política. El caudaloso río de nuestra historia ha vuelto a bifurcarse y las aguas, salidas de madre o estancadas, no saben encontrar el cauce. ¿Cuál es el paisaje que nos espera? ¿Cuál el idílico panorama que quisiéramos conjugara los espíritus y nos devolviera a la siempre atormentada normalidad de la república liberal democrática? ¿Quiénes son nuestros potenciales amigos entre quienes hasta ayer fueran nuestros encarnizados enemigos, y dónde se encuentran, a la espera de que amaine el odio y la violencia desatados por los comprometidos “hasta la victoria siempre”?

Intento comprenderlos. También soy un converso y se cuán difícil, cuán doloroso y cuán costoso es perder las creencias y quedar sin el resguardo de falsas certidumbres. Habituado a ver en el adversario al enemigo, sólo al enemigo y nada más que al enemigo, comprender la catástrofe causada por quienes creíamos en la utopía y pensábamos que estaba al cabo de la punta de los dedos, mientras devastábamos lo único que teníamos, la realidad que nos sustentaba, nos nutría y nos conformaba, recibir de pronto la revelación de lo profundamente equivocados que estábamos y la tragedia de cuya causa éramos los culpables, no nos convierte automáticamente en parte de ese colectivo tan repudiado y combatido hasta las vísperas conformado por aquellos a quienes combatimos mortal, intraficable, consecuentemente. Así tuvieran plena y absoluta razón. Es un tránsito espinoso y complejo que demanda una profunda revisión de nuestros principios morales, de nuestras ideas y creencias. Una tarea nada de fácil ni realizable a discreción de quienes la intentan. Mucho más complejo y difícil incluso que colgar la sotana, pues además de la Iglesia, de la que fuéramos afiebrados seguidores,  se pierde a Dios.

He vivido años en esa tierra de nadie de los arrepentidos sin patria ni ideologías. Salvado del naufragio y la muerte para vivir cargando el peso de la mala conciencia por no haberme hundido con los míos y sin ver en derredor  compensación alguna a tan grave pérdida. Mantenido en pie sólo gracias al resabio de odio frente a quienes asumieron el castigo al crimen de lesa Patria cometido. O por cometerse. Fue en Venezuela, en esta tierra prodigiosa, generosa hasta el delirio y tolerante sin remedio en donde pude comprender finalmente el infinito valor de la libertad y la inestimable cuantía de la democracia. Y yo sin saber que siempre la había tenido a mano. Entre la tiranía que yo propiciara, absolutamente inconsciente de su costo en vidas, en devastación material y cultural, en esclavización de las conciencias – por fin estuve en Cuba y pude comprobar la cruel y estúpida miseria que en mi ceguera militante había confundido con un paraíso – y la dictadura que me desterrara, Venezuela me enseñó el inalienable valor de la convivencia. Bien dicen que la libertad es como el aire: invisible e intangible, obvia y natural, no se la comprende en todo su esplendor hasta que se la pierde.

Es la primera, la necesaria transición que deberemos vivir y estamos viviendo. El despertar del chavismo militante y de su pueblo elector de la barbarie cometida, hoy en trance de entronizarse por los pocos que restan. Sólo respaldados por el ignominioso y bárbaro poder de las armas corrompidas, que han vuelto, una vez más en su larga carrera de traiciones, golpes y desafueros, a quedarse con la tajada del león y la sartén por el mango. Sin ese despertar, la otra transición, hacia la plena reconquista de la libertad, será doblemente compleja y difícil. Debo confesar mi admiración por la decisión y el coraje mostrado por Luisa Ortega Díaz, a quien no conozco y a quien he adversado, como millones de venezolanos que apostamos desde el naufragio de la democracia por su recomposición y reconquista, en defensa de la Constitución y los valores liberales y democráticos en ella asentados. Doy por buenas y legítimas sus razones: impedir que la tiranía se entronice, con las siniestras malas artes y la insólita crueldad de que son capaces quienes fueran durante años y hasta ayer sus compañeros de lucha. Ya lo dijo Martí: “viví en el monstruo y le conozco las entrañas”.

Ello no significa que comparta su reivindicación de quien considera que fue el Prometeo de esta burda y esperpéntica tragedia. Habrá tiempo para que la historia termine por decantar sus juicios y establecer las verdades.  Mientras, a unir sus fuerzas con las nuestras. La democracia es el encuentro de los desencontrados. Empujemos de consuno el carro de la historia hacia un final feliz.

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