Huracanes

por Héctor E. Schamis
Twitter: @hectorschamis

 

Termina el verano, temporada de huracanes en el hemisferio norte. Y parece que nunca han sido tan seguidos ni tan poderosos como este año, a propósito del cambio climático que algunos niegan. Harvey e Irma ya han devastado partes de Estados Unidos y varias islas del Caribe. Este último va en dirección a la Florida, y sería el más destructivo desde que se tenga registro. Katia y José le seguirán después.

Pero esta no es una nota sobre meteorología. Los fenómenos naturales son usados como metáforas políticas, a veces en exceso. El ciclón hiperinflacionario, el terremoto de la crisis política, un tsunami de protestas y tantas más que hemos escuchado. No son expresiones muy felices, en opinión de quien aquí escribe, pero tienen un cierto lustre.

En un sentido diferente, los fenómenos naturales sí tienen efectos políticos. Eso no es metáfora. Es que cambian el humor de la sociedad. Con demasiada frecuencia revelan la incompetencia—y la corrupción—de la burocracia estatal.

Y además desnudan la desigualdad que la sociedad prefiere ocultar. Es difícil obedecer la orden de evacuar Miami si uno no posee automóvil ni recursos para comprar un boleto de avión. O no tiene a donde ir. Ello sin contar que en ciertos barrios una casa que sobrevive un huracán no necesariamente sobrevive los saqueos. Es un incentivo para quedarse, arriesgando la propia vida.

Es que la naturaleza no trata a todos de la misma manera. De hecho, siempre es un perfecta reproducción de las desigualdades sociales. Alcanza con darse una vuelta por New Orleans para verificarlo. Doce años después del huracán Katrina, el noveno distrito—de bajos ingresos y 98 por ciento afro-americano—continúa destruido y, en consecuencia, abandonado.

Y es así como las consecuencias políticas de un desastre natural pueden ser tan devastadoras como las físicas. El terremoto de México en 1985 marcó un antes y un después en el sistema político. No son pocos los que señalan allí el comienzo del fin de la hegemonía del PRI, dada la crisis de legitimidad de la elección de 1988, siendo derrotado finalmente en 2000 y 2006.

Un ejemplo similar ocurrió con la inundación de 2013 en la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires. El gobernador de entonces no conocía el número de víctimas fatales, a propósito de incompetencia. Candidato a presidente en 2015, jamás pudo recuperar la confianza de la sociedad. Fue derrotado en la elección nacional tanto como en la provincial, incluida la ciudad capital desde luego.

En Estados Unidos, las cabezas de varios funcionarios rodaron en 2005 después de Katrina, la más notable la de Michael Brown, director de la Agencia Federal de Administración de Emergencias, FEMA. Brown fue un fusible en realidad, en un contexto en el que la incompetencia del gobierno federal como un todo había llegado a afectar al propio presidente. Renunció por que era “lo mejor para el presidente”. Así es la política.

El punto es relevante luego de un verano marcado por un huracán de renuncias y despidos—valga la metáfora—en la oficina del presidente Trump. Es evidencia de una presidencia en soledad, jaqueada por escándalos e inoperancia legislativa, y aislada de las figuras más notables de su propio partido.

Mitch McConnell, líder del bloque oficialista en el Senado, reconoció que ya no habla con el presidente. El Senador John McCain, una leyenda viviente, afirmó en una columna de opinión que el Congreso no responde a Trump sino al pueblo americano. Para muestra basta un botón, o dos.

En relación a los huracanes, la reflexión que se escucha con frecuencia es algo así: ¿Cómo hará para liderar un efectivo esfuerzo de socorro a las víctimas quien piensa que el cambio climático es falso, es incapaz de ser el líder del staff de su propia Casa Blanca y, además, discrimina diariamente según el origen étnico de las personas?

Y eso se escucha entre los Republicanos. La naturaleza tampoco trata a todos los políticos de la misma manera.

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