Huérfanos de país

por

José Domingo Blanco
Twitter: @mingo_1
Instagram: mingoblancotv

Tengo unos amigos que se fueron del país hace más de 10 años. A pesar de no ser jóvenes, lo hicieron apostando a la seguridad, calidad de vida y tranquilidad. “Estamos más cerca de los ochenta años que de los sesenta, y esto está deteriorándose a un ritmo muy acelerado, no apto para los viejos y sus achaques”. Así que, aceptaron la invitación de uno de los hijos, que ya es ciudadano americano, compraron los boletos y, sin mucha “despedidera”, se fueron con las dos maletas reglamentarias que les permitió la aerolínea.

Recuerdo que emigraron con prisa: las noticias sobre Venezuela que circulaban en Miami tenían al hijo angustiado, y presionándolos constantemente para que apuraran la decisión. Por eso, sin pensarlo mucho, clausuraron las ventanas, pusieron el “trancapalancas” al carro, echaron llave a la multilock y bajaron al aeropuerto como quien se va apenas por unos días, a pasar la Navidad con la familia. Y no volvieron más…hasta ahora.

Hace poco, recibí su llamada. Me sorprendieron con la noticia de que vendrían a Venezuela. Una década se dice fácil; pero es el tiempo que llevan viviendo afuera. No habían vuelto a pesar de que, mes a mes, religiosamente, pagan el condominio, la factura de Corpoelec, la de Cantv y la del agua, un servicio que, según les cuentan sus vecinos, nunca llega.

“Vamos por unos meses Mingo. Como ahora somos residentes americanos, hay un plazo para volver sin que afecte nuestro proceso para hacernos ciudadanos. ¿Te habíamos contado que nos haremos americanos? ¿No? Cuando lleguemos te llamamos para ir a cenar”. Y, no quise ser aguafiestas; rechazando desde su primera llamada una invitación a salir de noche, en una Caracas catalogada como una de las ciudades más violentas del planeta.

Y finalmente, mis entrañables amigos, regresaron a Venezuela. Volvieron a su casa: al apartamento de siempre, al que tuvieron que dedicarle una semana para poner al día. La promesa de un encuentro para cenar, la cambiaron ellos mismos por un almuerzo tempranero, porque se dieron cuenta de que a las 6 de la tarde la ciudad acelera el paso, para resguardarse de los peligros que encierra la noche.

Nos encontramos en el restaurante donde solíamos comer: esta vez sin necesidad de reservación ni esperar para que se desocupara una mesa. La soledad del lugar, les hizo creer que era miércoles y no sábado; que era mitad de quincena –cuando arrecia la peladera- y no 30 de septiembre, una fecha que las secretarías del país celebran. Mesas vacías, mesoneros con caras lánguidas, platos emblemáticos, eliminados del menú. Para los venezolanos que tienen tiempo sin venir al país, se hace más evidente lo que para nosotros, los que seguimos aquí, pasó a ser rutina.

“¡Esto es horrible Mingo! Estamos impresionados”. Es lo que recibo a manera de saludo, luego del abrazo de rigor. Mis amigos se ven bien, pese a que en sus caras se instaló una mueca de asombro de la que no han podido desprenderse desde que el avión aterrizó. El miedo se apoderó de ellos desde que salieron a tomar el taxi en el aeropuerto de Maiquetía. “Nos habían contado que encontraríamos deterioradas muchas cosas; pero, no nos imaginamos nunca en qué grado. La gente es distinta. Las caras no son las mismas. Los rostros reflejan amargura. O miedo. O tristeza. No reconocemos nada. No reconocemos a nadie. La pobreza se ve en todas partes. Es generalizada. Eso nos estremeció. Estamos tan sorprendidos. Nuestros vecinos, los pocos que quedan, son la sombra de lo que fueron: muchos están demasiado flacos. Otros, enfermos. Vemos los mismos edificios, las mismas calles; pero, ya no la misma gente. Caracas está fea, empobrecida y muy violenta”.

Un mesonero se acerca para entregarnos el menú. Los precios de los platos los escandalizan. Incluso, me escandalizan a mí, que vivo a diario esta hiperinflación. Pero, como ellos se fueron antes de que Chávez le quitara los tres ceros a la moneda, les parece un horror que una limonada frappé, con un chorrito de granadina, cueste lo que antes hubiera costado un moderno televisor. Se apresuran a pedir un plato para los dos. El mesonero sonríe con el desgano de quien sabe que la propina que le daremos al final, su mayor aliciente, le alcanzará solo para pagar el pasaje de regreso a los Valles del Tuy.

“Cuando estábamos en Miami, sin decirle nuestra intención a nuestro hijo, Nina y yo hablamos de vender algunas cosas; pero, quedarnos aquí en el país. Sin importar hasta dónde hemos llegado con lo de la ciudadanía americana. Nos ha costado desprendernos de Venezuela. Llevamos algunos años en Estados Unidos; pero, el norte es como la canción: una quimera. Los hijos se americanizan de tal manera que, a veces, nos sentimos un estorbo. Un estorbo que se acentuó cuando Cadivi no nos mandó más la pensión. Ahí la situación se agravó. Así que les dijimos que vendríamos a vender el apartamento, a buscar los álbumes de fotos, prometimos que no saldríamos de noche y que regresaríamos apenas consiguiésemos un comprador. Pero, nos golpeó la pobreza que nos recibió. Echamos números y, sumando las pensiones del Seguro Social, no podríamos cubrir nuestras necesidades, las más básicas. En menos de un año, nosotros también seríamos unos mendigos. Estamos entrampados. No nos sentimos americanos; pero, tampoco, reconocemos el país que dejamos hace 10 años. Somos unos viejos, y no sabemos a dónde pertenecemos. ¡Qué tristeza, Mingo! Estamos huérfanos de país”.

 

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