Elecciones Rusia | Análisis

¿El último mandato de Putin?

Nicolás de Pedro

 

Si algo ha guiado la política de Putin desde su acceso al poder en 1999, ha sido la obsesión por el control.

Putin afronta el que quizás sea su último mandato. Legalmente no puede optar a otro consecutivo en el 2024, y el presidente ruso se ha mostrado hasta ahora reacio a modificar esta cláusula constitucional. Pero hay dudas sobre qué decidirá finalmente. Si Putin percibe riesgos, no cabe descartar ningún escenario. Tampoco su perpetuación en el poder. Y esta incertidumbre condicionará de forma decisiva la política rusa, interior y exterior, en los próximos seis años.

Como todos los regímenes autoritarios, la Rusia de Putin tiene dificultades para articular una transferencia de poder no traumática. La concentración de poder en manos del Kremlin entraña a su vez una significativa debilidad institucional y con ella la falta de seguridad jurídica en el país. Y no hay que perder de vista que en la Rusia actual el poder determina la riqueza y no al revés. De hecho, su mantenimiento depende de la voluntad del Kremlin. Evadir impuestos no es por ello la principal razón por la que las acaudaladas élites rusas, incluso aquellas que están más cerca del presidente, optan por ­llevarse el dinero fuera. Por con­siguiente, abandonar el poder significa perder el control y ser vul­nerable.

Desde la anexión de Crimea, Putin se presenta ante la sociedad rusa como el líder de una nación asediada y actúa como un dirigente en guerra

Si algo ha guiado la política de Putin desde su acceso al poder a finales de 1999, ha sido precisamente la obsesión por el control: de las televisiones, de los recursos estratégicos del país, de la economía, de las élites, de la población, de los países vecinos. El 70 por ciento de la economía rusa está hoy en manos de empresas estatales y la dependencia de la contratación pública de las empresas formalmente privadas aumenta. Dinámica que no ha hecho sino acentuarse desde el inicio de la crisis de Ucrania y las tensiones con una Europa y EE.UU. percibidos como una amenaza existencial por el Kremlin. La política exterior u la interior van de la mano en Rusia. No pueden entenderse la una sin la otra.

Desde la anexión de Crimea, Putin se presenta ante la sociedad rusa como el líder de una nación asediada y actúa como un dirigente en guerra. Las aventuras en el exterior buscan reforzar la legitimidad en el interior y forzar una negociación con Occidente en los términos que desea el Kremlin. Rusia lleva meses testando dónde está la línea roja de Occidente. El asunto Skripal, ejecutado en plena campaña electoral y ante el que el Kremlin ha reaccionado con una mezcla de denegación, desdén y mofa ante las acusaciones, es sólo el último ejemplo. Mientras no atisbe una reacción verdaderamente firme, nada hace indicar que Putin disminuirá la presión. Al contrario, con vistas a debilitar la posición unitaria europea con relación a Rusia, el Kremlin tratará de reforzar sus lazos con todos los actores políticos y económicos dentro de la UE sobre los que tiene ascendiente o algún tipo de influencia.

Muchos esperan que en los próximos días Putin anuncie algunos cambios en el Gobierno –Alexánder Kudrin o German Gref son habituales en las quinielas para sustituir a Medvédev como primer ministro– y un gran plan nacional de modernización. Sin duda, la gran tarea pendiente de Rusia desde hace décadas. Sin embargo, esta obsesión por el control unida a la expectativa de una hipotética sucesión hacen improbables cambios estructurales que permitan el florecimiento de la capacidad creativa de la sociedad rusa. De esta manera, salvo un inesperado repunte de los precios del petróleo, Rusia apunta hacia un crecimiento débil que, probablemente, propiciará una mayor agresividad del Kremlin hacia fuera. Otro elemento que, a su vez, desincentivará la salida real del poder de Putin. El posputinismo aún no se vislumbra en el horizonte.

 

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