La millonaria cifra en dólares que podría costar una noche en el Hotel Humboldt

Horas de extenuante caminata y varias provisiones de suero antiofídico para protegerse las serpientes dueñas de la agreste montaña llevaron al arquitecto Tomás Sanabria a acampar en casa de las musas. En la punta del Ávila, la montaña icónica de Caracas, a 2.140 metros de altura, se le había encargado diseñar y construir un hotel, el único edificio en medio de un inmenso bosque tropical.

Florantonia Singer/El País

“Después de 10 horas de caminata, llegamos a la cima y todo estaba nublado. Eso fue bastante frustrante para mí, pero de un momento para otro todo se despejó, quedó una imagen impresionante de Caracas y de ahí yo tomé la inspiración. Pensé que el Humboldt debía ser una isla entre las nubes”, ha contado Sanabria, fallecido en 2008, en varias entrevistas que le han hecho, y en su bitácora quedan los dibujos de aquel campamento donde comenzó todo.

Sortear la pendiente y los caprichos de las nubes no iba a ser el único problema del entonces joven arquitecto, que para ese tiempo, la década de los años cincuenta, acababa de convertirse en discípulo del funcionalismo en la Escuela de Diseño de Harvard, en Estados Unidos, donde fue alumno del fundador de la Bauhaus, Walter Gropius, a quien el nazismo había expulsado de Europa. Amargamente, una de las mayores obras de la arquitectura moderna venezolana se levantó durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, que en la memoria colectiva se ha lavado la cara por ese legado de progreso e infraestructura. Con eso también tuvo que lidiar Sanabria.

En mayo de 1956 comenzó a levantarse el hotel. Ya Pérez Jiménez había descartado sus primeros bocetos que planteaban una intervención más acotada de apenas 13 habitaciones y no las 300 que a las que aspiraba el militar. También había proscrito con despotismo la idea de que en el lugar funcionara un casino, “para que los arriesgados del mundo vinieran a gastar su dinero”, justificaba Sanabria, la única manera de que el hotel fuera sostenible económicamente. El tiempo y el abandono al que ha estado condenado el edificio le dieron la razón al arquitecto.

En 199 días se construyó el edificio de 14 plantas y 70 suites con una vista de 360 grados sobre una Caracas que comenzaba a crecer y el litoral caribe. 600 trabajadores en faenas de 24 horas hicieron posible lo que parece un milagro al que se llegaría por medio de un teleférico que se levantó a la par y cuyas cabinas ingresaban directamente a la antesala del lobby. Se usaron cientos de burros de carga para llevar los 40 millones de kilogramos de materiales que requirió, luego camiones unimog en los que había que sentarse sobre el capó para que el contrapeso permitiera sortear lo empinado de los caminos de tierra.

Foto: Vista panorámica del Hotel Humboldt. G. OSORIO

Seis años en restauración
De los 62 años que tiene el edificio solo pudo funcionar cuatro como hotel. Con el inicio de la democracia el edificio se dejó al abandono por ser un icono de la dictadura. Las dificultades y los costos que requería mantenerlo y el cierre, primero intermitente, y luego definitivo, del teleférico terminaron de condenar la obra. En el camino vinieron los desmanes de la débil institucionalidad, que nunca propició darle continuidad a las obras. En varias temporadas quedó a cargo del mal gusto de algunas de las primeras damas de la historia democrática del país y de operadores hoteleros privados que no preservaron la obra como un patrimonio.

Desde hace cuatro años Loly Sanabria, hija del arquitecto, se ha dado a la tarea de llevar grupos a recorrer las instalaciones del hotel. En las visitas, entre obreros, polvo y cientos de cajas del nuevo mobiliario, ahora replicado en China, da cuenta del lugar que conoció de niña cuando aún conservaba su esplendor inicial, el tiempo en que llegaban cruceros turísticos al puerto de La Guaira y Celia Cruz y Tito Puente cantaban en los Carnavales de Caracas y se alojaban en el Humboldt. La hija del arquitecto cuenta la historia agridulce del hotel, con todas sus precisiones técnicas de su debacle y de su actual recuperación, que también podría anticiparse incierta.

Foto: El Hotel Humboldt, en Caracas. GABRIEL OSORIO

En los años siguientes a su apertura tanto ella como su padre fueron documentando una contradictoria historia de lujo y abandono. “Mi padre nunca se despegaba de sus edificios”, dice. En años de abandono y malos manejos se cortaron los tensores de la losa flotante de la estancia íntima, se tabicó el gran salón para crear salones temáticas, se demolieron murales, se dañaron otros intentando restaurarlos, se techaron las bóvedas, se colocaron tejas de barro para recrear un “rincón criollo” dentro de una edificación moderna, se colocaron paredes que violaban los espacios diseñados por Sanabria con líneas que parecen no terminar y donde las nubes y la montaña se meten por cualquier resquicio. El abandono y la ignorancia desvalijaron el lujoso hotel.

En la restauración que comenzó el Gobierno hace seis años, impulsada por un Nicolás Maduro que entonces era canciller, ha sido un trabajo casi arqueológico, que ha guiado escrupulosamente Gregory Vertullo, quien fue el último asistente de Sanabria y que sorprendentemente, y como si se tratara de un segundo milagro, ha logrado domesticar los nuevos ánimos y gustos del poder de turno. Es un ejemplo de restauración en una ciudad que ha sido indiferente a la desaparición y deterioro de su patrimonio arquitectónico. Ahora es nuevamente una isla de profesionalismo y belleza, en medio de la debacle económica y social que vive el país sudamericano.

La intervención logró devolver la edificación a su estado original, cumpliendo con las actualizaciones tecnológicas que requiere un hotel cinco estrellas, cuya estancia podría costar 1.000 dólares la noche y que será usado para alojar a altos mandatarios.

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