LA CHIFLADURA DE AUGUSTO PÉREZ ROTH

por

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

Pulsó el botón, eligió cociente intelectual, estatura, carácter, disposición para una buena salud en general y tiró de la palanca. Una cápsula blanda, como las que antaño funcionaban a manera de píldoras-medicamento, emergió de la máquina tragamonedas. El óvulo fecundado era denso, gelatinoso, una especie de caldo espeso que hacía recordar el mundo primitivo en que surgió la vida.

Pensó en la isla de Margarita, paraíso del Caribe. Contempló paisajes, cocoteros despuntando a contraluz en el poniente. Sintió el oleaje lamiéndole los pies mientras daba algunos pasos por la playa. A lo lejos tres barcazas de tamaño respetable y un velero de menor calado cortaban el agua atravesando la bahía. Cliqueó enter y al punto, titilante, apareció la clave que llevó al lector láser de la computadora. Cerró los ojos, pasó por el escáner incorporado a la máquina para estos casos y de inmediato el olor a sal, a yodo, la luz del mediodía, la brisa marina haciendo de las suyas.

Soñó un lugar inexistente, ciudad amurallada parecida a la de aquellos días del Medioevo. Cafés, fuentes de agua, jardines colgantes en las calles, libros, conciertos, vino tinto de un sabor profundo, dulce y amargo a la vez, como un ponto apenas inventado por cierto Homero de los nuevos días. Imagina, vislumbra, siente, presiona la tecla azul donde puede leerse go, y ahí va, al sitio concebido dos minutos antes.

Augusto Pérez Roth es un hombre de mediana edad, un hombre como otros. Construye el universo a su imagen y semejanza, da cuenta día a día de sus afectos, de sus desesperanzas, echa mano de las oportunidades cuando puede y, en fin, vive aplastado por la velocidad del presente, que siempre ahoga y a veces mata. Sin temor a equivocarme puedo decir que es un ser metido de cabeza en el mare magnum de su época, cuya telaraña lo cubre como traje a la medida. Augusto Pérez Roth es, qué duda cabe, un digno representante de su tiempo.

Subasta de antigüedades en una calle de El Cairo. Por supuesto, desea como nadie estar ahí. Introduce la contraseña en el teclado: como por arte de magia bullicio, aromas de especias que  atacan la nariz, objetos conocidos y extraños  apareciendo alrededor en medio de un callejón ruidoso, largo, que se extiende de izquierda a derecha y enseguida el idioma milenario, áspero, un árabe que a la postre es el mismo (¿lo es?) que una vez habló el profeta o los oficiantes modernos del extraño rito en que ha derivado la antigua religión.

Escuchó tonos de voz, conocidos, presentes en esa masa informe que a veces termina siendo la memoria. Recordó esquinas, vio las casas de sus antiguos compañeros, bares, plazas, cines, rostros. Era su pueblo, el de la infancia, un sitio del que joven aún se despidió para no regresar nunca, siempre con la idea de exorcizar viejos amores, dolorosas rencillas, hondos conflictos que en ocasiones aplastan sin remedio. La tecla adecuada, otra vez el botón go y sin demoras el viento pueblerino alborotando sus cabellos.

Luego, mucho después, recordó lo que se lee en enciclopedias de silicio y ha observado en hologramas de historia universal: un tiempo en el que era imposible no volar, no navegar o no lanzarse a recorrer kilómetros de carretera, sólo por dar un ejemplo, si querías llegar a algún destino. Imaginó los días en que resultaba imprescindible hacer el amor, unir los cuerpos, fundirse en orgasmos que desconocía si llevabas la intención de procrear. Contempló su realidad, suspiró, frunció el ceño en la sospecha de que un mundo mejor quizá podría llegar aún. Entonces ahí, en el sillón de terciopelo verde donde se hallaba reclinado, durmió como niño de pecho. Al despertar todo permanecía igual, como si nada.

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