EL OTRO QUE ME HABITA

por

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

 

Voy al Juan Valdez en plena plaza Foch porque a veces el bullicio no es lo que la mayoría supone. La mayoría supone que un café atestado de transeúntes es la antítesis de la quietud, del silencio, de esas condiciones necesarias para entregarse a la lectura o la escritura. Y quizás tengan razón, aunque en mi caso, que acudo a estos lugares entre otras razones para contemplar, para rasguñar papel y para atragantarme de historias literarias, la gente alrededor, el hervidero, el tráfico o las  escenas que ocurren a un palmo de donde me encuentro producen el caldo que me resulta estimulante. Qué le voy a hacer, a unos les encanta el verde y a otros el azul. Y así.

Pero les decía que llego a este café a ver pasar la vida y entonces la mesa a dos pasos de la calle, la mochila a un lado, el tabaco, el macciato, el libro que dejé marcado en la página noventa y seis, es decir, la atmósfera perfecta para entregarse al fisgoneo, a la escucha, al escrutinio fabuloso del streptease que la vida ofrece sin pudores tan pronto afinas la mirada. De eso se trata: de acercarte cuanto puedas a ciertos hilos que nos unen. No hay nada más revelador que un diálogo cogido al vuelo. Nada más sugerente que darte de bruces con el juego de miradas que dos mantienen en secreto mientras beben un té a tres mesas de distancia. Nada, en fin, como seguir las huellas del azar que hace al pelo su trabajo, que te pone enfrente a buenos para nada, a chulos, putas, santos o simples comensales. La terraza de un café es escuela a su manera porque más allá del lugar donde te sientas, te arrellanas y pides tu cerveza fría es asimismo trinchera donde se echa panza arriba el cúmulo de circunstancias, elementos y respuestas que hasta hace dos segundos deambulaba oculto en tu cabeza.

A tales asuntos les entraba cuando dos chiquillos se plantaron ante mí. A lo sumo tendrían siete u ocho años. El primero llevaba un bolso a las espaldas y el segundo ofrecía chicles, tabaco y caramelos. Señalo la caja de los mentolados y les extiendo un trozo de los panecillos que muerdo mientras leo. Ambos, vivos como ardillas, se miran a las caras y sonríen, aceptan, se abalanzan sobre el botín. Les pregunto sus nombres, los dejo decir, los escucho, charlamos un rato. Cuentan lo que ya sé pero que es necesario escribir: ayudan en la casa, trabajan, juegan en la calle y mientras juegan en realidad trajinan los centavos que al final del día entregarán a su madre, con quien viven desde siempre.

Se despiden, dicen adiós con la palabra y con la mano. Yo también les regalo un hasta luego junto con el último pedazo de pan azucarado que nos queda. Al verlos alejarse tomo un sorbo de café y en silencio les deseo la mejor venta, buena tarde y buena entraña, mientras pienso que no todo está perdido, que en ellos va algo del futuro que todos luchamos por forjarnos. Y también sonrío, y regreso a la lectura, ahora con una emoción que me reconcilia con el mundo.

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