Aquí no ha pasado nada

por


Karina Orellana
Twitter: @Karina70100511

 

El primer piso de una casa ubicada en el barrio norte de la ciudad. Apenas a metros de la plaza que mira el teatro San Martín y da la espalda a la entonces central de la Policía Federal.

La familia, como suelen decir “de apellido”, en una provincia de fronteras cercanas y estructura tradicional. Con aroma a flor de naranjos durante septiembre y en julio adornada con escarapelas de libertad e independencia.

Es una década bochornosa, de un país que se deja robar entre sangre, violencia, despotismo la capacidad de proteger y hacer prósperos a sus hijos. Sacudiendo la frazada corta y deshilachada de la dignidad.

Los cordones de las veredas permanecen blanqueados al igual que algunos muros que un teniente coronel se empeñó en levantar para ocultar la miseria que no llegó a hundir en el dique el Cadillal, o empujar a los cerros de la vecina provincia de Catamarca.

Las dos niñas bajo las sábanas, enroscadas en sus camisones de paño se esfuerzan por no moverse.

Meli entre una silenciosa cortina de lágrimas logra distinguir botas negras y ropa color kaki, tan cerca que le falta el aire.

Lina le pelea al dolor agudo de su garganta, numerosas líneas de presión que arden, presionándole el cuello, quizás así también sienten el miedo los grandes.

Dos señores están en su cuarto con armas tan enormes como ellos. El de bigote negro tose y escupe en el suelo sin importarle que algo pastoso y verde ensucia el pelo de Tisi, que se resbaló de la cama durante las primeras horas de sueño. Afortunadamente parece no tener miedo su muñeca corazón de trapo.

En la terraza hay una habitación pequeña que esconde libros, algunas herramientas, retazos de tela y una gran cantidad de esas cosas “que para algo pueden servir”. Sobre todo esconde valores, ideales atragantados, sueños de un país glorioso, canciones atoradas que solo se pueden tararear bajito, silencios impúdicos que justifican la complicidad social.

El señor de bigotes sujeta a la mujer descalza con fuerza por un brazo, ella sin lograr transmitir la calma que desea a sus hijas les dice:

― Quedensé tranquilas y calladitas, no pasa nada, ahí arriba están papá y el abuelo. Los señores ya se van a ir.

La aterra la idea que lastimen a sus pequeñas, aun no se explica por qué en su casa, dentro de la intimidad del cuarto de sus hijas, los gritos durante la noche, las cosas rotas, insultos, empujones y la peor de las pesadillas de la que no logra despertar. El invierno se le mete por el cuerpo sacudiéndola en temblores violetos, cruza los brazos intentando cubrir la transparencia de su ropa de cama. En esa noche todo huele a bochorno.

En la terraza la trompada le desprende un diente y un puñado de sangre del labio partido del abuelo ensucia la pared.

― ¿Dónde lo tenés hijo de puta?― la violencia de la pregunta instala la impotencia en las vísceras de don José.

― Por favor es un anciano. ¡qué buscan, qué quieren! Somos una familia de bien, no hay nada aquí. Revise todo lo que quiera. Por favor mi padre es un pobre viejo, no lo lastime ― la respuesta fue inmediata, un elocuente culetazo del fusil en el estómago de Ramón y la punta del arma se le mete en la boca.

Una patada revienta la puerta de entrada, haciéndose escuchar en cada rincón de la casa. El colchón de Meli se vuelve mojado y tibio. La consuela pensar que tal vez los grandes puedan sentir también así el miedo.

El grito desde la planta baja

― Garcia, Leguizamón vamos a la mierda de acá. El tema ya está solucionado, cerca nomás andaba el junagranputa.

García mira a Ramón a los ojos como mira siempre, con el ceño fruncido y un dejo de resentimiento y superioridad, casi parece que disfruta el momento. Retira su arma.

―Levantate viejo, zafaste de esta. Vamos, vamos che que no es para tanto.

Leguizamón sin saber cómo entonar la disculpa se dirige a don Jose´.

―Fue una equivocación señor, estos zurdos nos vuelven un poco locos, ya nos vamos, ya nos vamos. Metele Garcia que por esta noche ya fue suficiente.

Los que estaban en el cuarto de las nenas se dirigen a la mujer como quien comete un error de ortografía, una pequeña contravención, se permiten la cortesía y buena educación, casi una ironía para todas las vergüenzas de la noche.

―Buenas noche señora, disculpe las molestias, terminó el operativo, era en toda la cuadra. Cuide las nenas. ¿Sabe? Yo también tengo dos.

La mujer corre desesperada a abrazar a sus hijas como si hubiera estado separa de ellas por kilómetros insuperables de distancia.

Casi como un milagro imposible de acontecer aparece la mañana. Al igual que cada desayuno se encuentra toda la familia en torno a la mesa, es un día más.

Don José fiel a su rutina se presenta recién bañado, oliendo a colonia fresca, acomoda el nudo de su corbata y se acerca la taza de café como si pudiera beberlo caliente con la boca partida e hinchada.

Meli y Lina se toman las manos bajo la mesa. Aprenden en silencio la lección que hoy da el abuelo

― Terminen esa leche mocositas que van a llegar tarde al colegio.

El abuelo se acerca a las niñas y pone un billetito doblado en el bolsillo del guardapolvo de cada una, les besa la frente al tiempo que repite.

―Quiero ver esas sonrisas que no ha pasado aquí nada.

Cae el telón del terror, cada uno sigue su rutina, convencidos que a los que no andan en cosas raras nada les pasa.

Ramón se despide de su esposa, cuando la besa ella dice al oído:

―se llevaron al flaco Cerda, el de la panadería.

Ramón se acomoda el traje, impecable como siempre, el pañuelo sobresaliendo del bolsillo a tono con la corbata, los zapatos brillan inmaculados, solo desentonan sus ojeras.

La mira a los ojos, cuidando que su padre no le escuche el comentario y con convicción comenta.

―Algo habrá hecho…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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