La clase de historia

por

Javier Alejandro Aguilar
Twitter: @colotucumano

 

Primer premio 2017 Categoría Cuento, del concurso Leopoldo Lugones organizado por el Instituto John F. Kennedy

 

Eran las seis de la mañana, estaba esperando el colectivo cerca del bajo, a cuatro cuadras de mi casa y a dos de la estación de servicio. Esa noche el frío quemaba, la campera no era suficiente. Siempre me acompañaba mi papá a la parada, pero esa noche, esa inolvidable noche de julio, enfermó. Él me insistió que faltara, me dijo que me quedara, que lo hiciera por él. A pesar de mis problemas él nunca me dejó a la deriva. Sin embargo, yo sí. Hacía unos días había enfermado, no podía levantarse de la cama, su enfermedad de los huesos empeoraba con el frío. Pero ahora a mí me movían otras preocupaciones y no podía perder más tiempo ni retrasarme en el estudio. Le dije que tenía un examen muy importante y que en dos horas estaría de regreso, sólo me llevaría dos horas. Le dejé el desayuno y las pastillas. Mamá ya no estaba con nosotros.

Estaba de seis meses, se me notaba la pancita, era la única campera que me entraba, pero no me prendía. Cuando sos madre soltera, estudiante y vivís con tu viejo, no tenés muchas opciones, encima papá se había quedado sin laburo. Yo estudiaba y los fines de semana hacía empanadas para vender. Con ese dinero cubría gastos de la facultad. El padre de mi hijo desapareció. Yo no le di motivos, sabía del embarazo, lo tomó bien, eso creí. Lo fui a buscar después de un tiempo, cosa que a mi papá le molestó: “Hija, no te andes regalando, si te ama y quiere formar una familia, vendrá”. Él también era estudiante, un brillante y enérgico joven. Cuando se enteró de nuestro hijo habíamos soñado una vida los tres. Pero un día, cuando mi hijo cumplió sus tres meses en mi vientre, no lo volví a ver más. Tampoco apareció por la facu. Él no era de Tucumán, alquilaba una pensión cerca de la universidad. Yo tenía una copia del departamento. Entré y estaba todo igual: su ropa, sus cosas… y yo pensaba que se había vuelto a Jujuy. Lo extraño fue que la dueña me quería cobrar porque hacía un mes que no aparecía mi novio. Me vine a casa más confundida que antes. Lo busqué a su amigo y me dijo que tampoco lo veía, él creía que ya estaba viviendo conmigo y que había dejado la facultad por trabajo.

La semana pasada esta zona había sido alumbrada, no había un rincón del bajo que se ocultara, eso le había llevado tranquilidad a mi viejo, cuando esa madrugada no pudo acompañarme. No había un alma por la calle, la noche anterior el seleccionado argentino de fútbol había salido campeón del mundo por primera vez, pero no le interesó a la titular de la cátedra de historia, «a mí, no sé si a ustedes, pero a mí, la selección no me da de comer», nos dijo el viernes la vieja Gutiérrez, y agregó: «así que el lunes, gane o pierda, los espero a las siete».

Al frente de la parada, ahora lo podía ver bien, había un prostíbulo, uno de los pocos que quedaron abiertos. Vi salir a un soldado con una camiseta de la Argentina atada a su cuello, un arma larga llevaba en su mano derecha y se tambaleaba en cada paso que apenas lograba, intentó cruzar la calle pero quedó de rodillas, pensaba que estaba ebrio; yo lo miraba sin disimulo, luego quiso levantarse, se ayudaba con el arma, pero no hubo caso, quedó arrodillado en medio de la calle. El hombre se quejaba, ya me empecé a poner nerviosa, el colectivo no aparecía, menos un taxi, no había un alma en ese lugar. El soldado levantó apenas la cabeza y me pidió ayuda, yo temía por mi vida, en ese tiempo no te podías fiar de nadie, avancé unos pasos y el soldado empezó a vomitar, la sangre corría por su boca, por su nariz, le salía como chorro la sangre; me acerqué un tramo más y el hombre finalmente se desplomó, estalló su cara en el pavimento. Cuando me puse de frente, vi como la camiseta de la selección estaba teñida de rojo, pues tenía un puñal clavado en la espalda. Gritos se filtraban por las ventanas del prostíbulo. Me alejé del cuerpo y empecé a caminar de regreso a mi casa, pensaba en la vieja Gutiérrez, seguro que me iba a dejar libre. Ahora escuché unos disparos, el griterío de las mujeres me tentaban a volver la mirada hacia atrás, estaba a cuatro cuadras de mi casa. No pude evitarlo y me di vuelta, había unos hombres en la puerta del prostíbulo con pañuelos en el rostro. Se acercaron al cuerpo y le sacaron el arma, apareció un auto, subieron los cuatro y me vieron. Se acercaron y me dijeron:

―Vamos, subí, ya vienen los milicos…frenaron el auto y abrieron la puerta. Yo temblaba.

―No, no…a unas cuadras está mi casa…por favor no me hagan nada.

―Vamos, ―estiró la mano el que iba atrás, se descubrió la cara, era Fer, mi compañero―. Subí, me dijo, en este lugar estas corriendo peligro. En un instante pensé en lo que mi papá me repetía una y otra vez: “no te metas con nadie, no confíes en nadie”. Mi panza se puso dura. El conductor hizo crujir el motor para apurarme y mi compañero me insistió por última vez, finalmente desistí. Llegaron a la esquina y giraron hacia la derecha. “¿Qué hacia Fer?”, pensé. Yo empecé a correr, largué la carpeta de historia, me puse una mano en la panza y le dije a mi hijo que se calmara, se movía, me pateaba. Unos metros antes de llegar a la esquina percibí que un vehículo se acercaba, yo seguía corriendo. Frenaron, abrieron las puertas y uno dijo:

―Esta hija de puta lo mató. Tiene pinta de montonera[i].

Me di vuelta: de un auto verde se bajaron cuatro militares y me sujetaron. Uno sacó un arma, me apuntó a la cara. Se escuchaba la sirena de la ambulancia. El que me apuntaba me agarró del cabello y me dijo:

―Vos lo mataste, hija de puta, hablá, hablá. Me dio un culetazo en la cara.

Nunca llegué a mi casa, ni a la clase de historia de la vieja Gutiérrez. No estoy muerta, pero vivo un infierno cada día. Mi hijo ya nació hace unos días, no sé cómo sobrevivimos a este lugar. Le puse de nombre como papá. Uno de ellos me lo arrancó de mi lado. Creo que no lo voy a ver más.

 

 

[i] Montoneros fue una organización guerrillera argentina que se autodefinió como peronista, a diferencia de otras organizaciones similares que surgieron entre los años 1960 y 1970 y que sólo reconocían un origen común en el marxismo. Sus miembros la denominaban de forma abreviada como «la Orga»; y también como «La M». Wikipedia

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