Venganza amarga

por

Javier Alejandro Aguilar
Twitter: @colotucumano

 

Segundo Premio en el concurso de cuento organizado por  la SADE 2016 (Sociedad Argentina de Escritores, Filial Tucumán)

 

La noche que maté a Fabricio Quiroga entendí que actuar con la misma maldad con la que ellos lo hacen, trae consecuencias. Más aún, si lo has matado del modo que lo hice, con tanto ensañamiento, llevando a ese individuo al peor y más insondable sufrimiento del que nunca antes había experimentado. La ira empañó mis buenos pensamientos, descascaró el mismísimo demonio que yacía durmiendo en las oscuridades, en las temibles oscuridades de mí ser. La noche que maté a ese pobre infeliz, cometí un gran error.

Lo maté porque se lo merecía, nos había dejado a la deriva. Después de averiguar su mafioso proceder; claro, fue tarde, con mi familia ya dormíamos en la calle hacía unas semanas. Este miserable abogado finalmente se quedó con mi casa, la que fuera de mis viejos. Todo comenzó cuando quise iniciar la sucesión.

En los clasificados del domingo 14 de Febrero de 2016, me topé con su publicidad: “sucesiones, transferencias de viviendas en un mes, Dr. Fabricio Quiroga, 20 años avalan su trabajo…” El desgraciado, gran conocedor de la materia, resaltaba su publicidad sobre las otras. Letras más grandes, su nombre de otro color, un logo de un estudio jurídico que nunca existió, al igual que su título de abogado.

El lunes lo contacté y nos juntamos en mi casa. Se presentó y su inocentona apariencia era un motivo seguro para entregarle los papeles, mi confianza. Un hombre delgado, figura de un deportista. El pelo negro, lo suficientemente largo como para llevárselo con un fijador hacia atrás. Un traje a su medida color negro al igual que sus zapatos, contrastaba con su camisa blanca y corbata bordó; sostenía un maletín oscuro en su mano derecha, que luego, cuando me saludó, lo cambió hacia la otra mano, se sacó los anteojos oscuros y me miró fijo con esos ojos verdes que iluminaban su cara caída del cielo.

Ese día no me cobró la consulta, era evidente que le había gustado mi casa, la que me arrebató unos meses después.

Mi hija, la mayor, la futura antropóloga, cayó, como otras tantas, en su seducción. Al quinto día… yo le había entregado los papeles de la casa a pesar de que mi esposa no quería, presentía, con su sexto sentido, algo extraño. Y mi hija, sin embargo, empezó a salir con el estafador.

Su discurso era más temible que su presencia. Podía convencerte en unos pocos minutos. Su personaje estaba tan bien construido, que en su llavero tenía una foto con su hija, la que nunca existió; y además afirmaba que era viudo, otra mentira, otra más de su siniestro personaje.

Lo esperé a que diera un paso en falso, ya suponía que lo andaba buscando. Mi decisión estaba tomada, y así como él ideó ese plan siniestro para destruirme, yo también me organicé. Este mafioso tenía varios caederos[1]; Había días que paraba en hoteles frente al parque 9 de Julio y otros en casillas en el corazón del Trula, uno de los barrios con mayor índice de delincuencia. Como una buena organización tenía complicidad con un juez y unos legisladores. Su identidad, también falsa, me dilató la búsqueda, porque una vez que terminan con el trabajo, desaparecen.

Pasando la medianoche lo encontré, después de dos meses de búsqueda, estaba en uno de sus caederos del barrio Trula, a una cuadra de la avenida Ejercito del Norte; Esa noche de sábado los parlantes de los vecinos en las veredas hacían crujir las chapas con la waracha, ideal para terminar con mi venganza. Dejé el auto en la avenida y bajé con una mochila. Llevaba la maza en la mano, una gorra cubría mi calvicie, a pesar del sofocado calor, me puse el carpintero negro y las botas de cuero marrón, una remera negra lisa. Desde que inicié mi búsqueda no me afeitaba, ni los más cercanos me reconocían, había dejado de ser el hombre de oficina, de mocasines marrones que atendía amablemente. Llegué al lugar, no me preocupé por los vecinos que estaban afuera, ellos estaban en su mundo. Observé por la ventana, la cortina deshilachada me había dejado un mínimo espacio para asegurarme que estaba solo. Golpeé la puerta, no le pareció raro, pensaba que sus vecinos le iban a pedir hielo, ya una costumbre. Abrió la puerta y le estampé con la maza en la cara. Cayó como muerto, quedó desparramado sobre el contrapiso rugoso. Cerré la puerta y me aseguré que la cortina evitara testigos de mis hechos. Lo arrastré a la habitación, lo senté desnudo y lo amarré de pies y manos. De su boca se deslizaban suavemente gotas de sangre. Esperando a que se despertara, prendí un pucho y saqué las herramientas. Su mandíbula torcida le había deformado la cara. Despertó y me vio con una pinza de corte, atormentando, intentando escapar se cayó hacia adelante, su rostro deforme volvió a sufrir otro golpe. Lo levanté, le liberé una mano primero y, uno por uno, bien despacito, le corté los dedos. Mi gran aliada, la música warachera impedía que los gritos desgarradores del desgraciado se expandieran. La sangre me había salpicado por todo mi rostro, sentía su olor, me la limpie con la remera y le dije:

―Esto fue por dejarme en la calle, hijo de puta.

Intentaba soltarse, se movía torpemente; dejé la pinza en la mesita de luz y la cambié por la maza, y le dije:

―O te quedás quieto o te reviento.

No me hizo caso y tuve que darle otro mazazo, pero esta vez en la rodilla. Crujió más que las chapas por la música.

―Pará, pará, que esto todavía no termina. Ahora va por mi hija, la dejaste ilusionada y te borraste.

Levanté bien alto la masa y con todas mis fuerzas le apunté a sus genitales.

Ahora la música era folclore, el estafador yacía desparramado en el contrapiso, un gato, quizás, el de un vecino, ya estaba poniendo sus huellas en el lugar del hecho. Lamía del charco rojo. Un celular se iluminó sobre la mesita de luz. Atendí.

―Hola, dije impostando la voz.

―Amor, en cinco salgo, aprovecho que papá no está. ¡Estoy embarazada!

―Hola ―contesté, con una voz fingida, tratando de parecerme a la víctima. Ella dudó. Unos segundos más tarde, dijo…

―¿Quién habla?

Colgué el teléfono, me quedé pálido mirando la pared. Era mi hija. Un pensamiento confuso se me fue metiendo en la cabeza. Las piernas me temblaban, no podía sostener mi cuerpo. Caí de rodillas. El celular se iluminó nuevamente. Mi vida estaba terminada, me reincorporé y me puse a buscar el arma, la encontré debajo de la cama. Pensé:

―Él me arruinó mi vida y yo destruí la de mi hija. Sostuve el arma, la llevé a mi boca y disparé. La maldita arma se trabó. Yo seguía vivo, por unos segundos pensé en mi nieto, en mi hija, en mi esposa. Tiré el arma para evitar la tentación. Ahora debía vivir por mi nieto.

[1] Caedero: escondite

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