ENTRE TUS MANOS

por


Karina Orellana
Twitter: @SKarinaOrellana

 

Angélica y Antonio se encontraron en esa etapa de la vida en que ya se han transitado gran parte de las pasiones y queda una buena dosis para elegir qué hacer con las mismas u otras que aparecen con novedad.

Nunca supe cómo se conocieron, no había relato en el que no se incluyeran, parecían no contar con recuerdos posibles de una vida previa. Tenían instalado el siempre en su amor.

Vivían en el conventillo, como lo conocían todos. Una esquina hacia el norte del gran San Miguel que poseía la singularidad de volver bochornosos sus atardeceres con el aroma que desprendía una fábrica. Olor nauseabundo que se mezclaba con historias de un horno enorme que comía perros callejeros para abonar con mugre cielos turbios y convertir una buena parte en jabón. Lo cierto es, que ni los azahares de septiembre podían con la pestilencia que estaba instalada en el barrio.

El conventillo tenía una media luna de paredón blanqueado con cal y manchado de humedad. El revoque[i] descascarado dejaba al descubierto ladrillos. Cruzando el paredón, el primero de dos patios, adornado por puertas dispuestas a la misma distancia una de la otra. Se escapaban gritos, ruidos de intimidades que los cerrojos no lograban detener. Los perros removían su sarna al lado de niños mocosos, con zapatillas heredadas por caridad.

En el último patio, en el rincón derecho, viven Antonio y Angélica. Todo su entorno es pobre y mísero, pero ellos parecen estar al amparo de la desesperanza por la ilusión de su amor.

Su casa era una habitación pequeña que apretaba muebles viejos, dando la impresión de ser muchos por lo reducido del espacio. En el centro, una cama con respaldar de bronce tendida con prolijidad absoluta; varios almohadones, ya que los problemas respiratorios de Antonio lo obligaban a dormir casi sentado. Paquetes y cajas hacían equilibrio sobre el ropero que lucía un espejo tan grande como la puerta del medio. Estantes con baratijas de muchos años y un armario caderón que ocupaba más espacio que el beneficio que aportaba. Ahí descansaban al descubierto los numerosos remedios de ambos, una tetera enlosada en la que se acomodaban ramas frescas de eucaliptos dándole aroma a limpio al lugar.

El pasillo estrecho cumplía la función de cocina. Un anafe de dos hornillas y una mesa destartalada de bar contra la pared, permitía el lugar justo para solo tres sillas. Sé que a continuación del dormitorio había un baño. Imagino que apenas un inodoro y un lavabo, ya que la lógica no me indica más espacio posible. Allí de algún modo se bañaban, sacaban agua para cocinar y se higienizaban los trastos y ropa.

Había algo que, para mí, hacía a ese lugar no apto para vivir. No así para ellos, que sonreían con una paz que pocas veces volví a ver, afortunadamente alguna vez fue en el espejo. En su casa no había ventanas ni algo que se le asemejase. Todo un desafío respirar, contando que el verano es intenso y en Tucumán dura más de una estación.

Antonio tenía una tos que creo lo acompañaba antes que Angélica. En una de nuestras charlas me confió que padecía tuberculosis crónica. Fue lo único que le quedó de años jóvenes trabajando en lo profundo de una mina. En algún lugar donde la abrieron de piernas a la cordillera de los Andes, la hurgaron irreverentes, arrancándole puñados de su belleza.

―Antonio, me preocupa tu tos, tu salud ―le dije en una de mis visitas.

―No hay de qué preocuparse hijita. Esta tos es de esos problemas, como tantos que tengo, que no les llevo el apunte. Al ignorarlos se arreglan solos, como casi siempre pasa.

Al escucharlo me daba cuenta que yo era depósito de la ternura de esos dos seres maravillosos que parecían vivir fuera de mi mundano estrés. Pero algo me quedaba claro, cuando los contemplaba siempre acariciándose las manos, en las decisiones de sus vidas no había espacio para más que sus dos voluntades. Todo estaba acomodado con tanta maestría en un espacio tan breve que hasta la opinión ajena sobraba.

En cada despedida me quedaba con la impresión de que no les faltaba nada en su humilde vida, les bastaba con tenerse. Así, inmensa era su fortuna.

Entre los dos tenían más de un siglo y medio que no había logrado envejecerles la pasión. Se miraban con ardor. Recuerdo haber llegado de imprevisto y mientras Angélica se afanaba en una cacerola, Antonio detrás de ella sujetaba su cintura rolliza y garabateaba cosquillas en el prominente escote de su mujer que sonreía pícara y seductora. Me robé estas imágenes como un pagaré de que el amor y la pasión saben de eternidades.

Lo cierto es que la tos se hizo demasiado frecuente y el aire era más escaso en los pulmones de Antonio que en su pequeño cuarto. Comencé a ver de a poco aparecer la preocupación en su rostro.

De tanto convidarse la vida, había robado uno, las formas del otro. El rostro les fue cambiando con los años y la fuerza de los gestos imitados les moldeó los rasgos. Tenían la misma estatura, las pupilas claras y una semejanza en su aspecto, que, de no ser por la intimidad de sus caricias, podría haber jurado, eran hermanos.

Angélica se distinguía por su cadera caída y el bastón que la ayudaba a dar pasos lentos mientras se apoyaba en el brazo firme de su hombre. A Antonio lo diferenciaba su semblante sabio y un hablar pausado y lleno de certezas.

Una noche de octubre que se repetía el ritual de intentar ahuyentar el calor, sentándose en el patio a buscar estrellas sobre los tanques erguidos de las casas vecinas. Escuchaban canciones viejas y no les faltaba qué contarse.

―Viejito, qué atacado estás de la tos. Hasta que no caiga un poco de agua y baje la tierra vas a estar a la miseria. ―  Un carraspeo profundo fue toda la respuesta.

―Parece que este año nos va a castigar duro la sequía. ― Continuó Angélica al tiempo que refregaba enérgica la espalda de su viejo. ― Las flores de la primavera, esa porquería de lluvia negra del ingenio y tanto polvo dando vuelta no son cosa buena para tus pulmones.

Antonio tosió sin fuerza intentando despegar y arrojar algo que le obstruía el paso al aire.

― ¡Viejito, ¿qué te pasa?! ―gritó Angélica, desesperada al advertir el rostro sufriente de su esposo y un color azul que despabiló su calma y le puso de frente la atroz posibilidad de la muerte.

― ¡Estela! ¡Don Julio! ¡Qué alguien me ayude, Antonio se me muere! ―Con furia apantallaba sobre la cara de su esposo con la infantil pretensión que de ese modo podría espantar cualquier fatal desenlace.

Alguien la separó de Antonio.

― Suéltelo, doña Angélica, deje que lo lleven, que trabajen los médicos ―dijo una voz amiga que venía de muy lejos.

Llegué pasada la medianoche al hospital, me recibió el desorden de la guardia del Centro de Salud junto a un aroma rancio, mezcla de sangre, lavandina y destinos miserables.

Con pocas palabras y mucho apuro me explicaron que hacía falta más oración que ciencia para salvar al abuelo.

En cada ruego no sabía si era sacrílego negociarle al Dios del universo por salud para Antonio o una buena muerte para los dos. Fue tanto el afán de las suplicas, que un santo que escucha las urgencias lo puso de vuelta en el conventillo antes de que Angélica encontrara el modo de abrir las puertas del cielo en busca de consuelo.

Angélica lo recibió con interminables lágrimas y cuidados casi maternos. Le recortaba el bigote, cepillaba su escaso pelo blanco, administraba los medicamentos, le velaba el sueño. Cada detalle entre caricias y besos íntimos, con la sonrisa intacta y el alma curtida.

La suerte les fue cambiando y la mejoría tan esperada demoraba en llegar, ellos mantenían su inquebrantable actitud de esperanza, pero no lograban borrar de sus miradas las huellas del sufrimiento de haberse experimentado separados. Tan indispensable resultaba la compañía del otro, siempre al alcance de un llamado.

Ante sus fuerzas cada vez más escasas, acompañé a Antonio a visitar al doctor Bustamante. Este buen hombre, unos pocos años más joven que mi viejo amigo, asumía dentro de sus obligaciones de médico el deber de decir la verdad a los enfermos, para que pudieran usar el tiempo acomodando el alma y no se fueran pasmados por la sorpresa de la muerte, sin poder despedirse de esta vida con dignidad a causa de dolores y escándalos inútiles.

Durante el tiempo que le quedó se dedicó íntegramente a amar a su esposa y demostrarle que aún había para ella una vida por vivir.

Cuando Angélica descubrió que los susurros al oído eran parte de una inminente despedida, con firmeza le dijo a Antonio.

―De esta vida nos vamos juntos y sobre mis pasos decido yo. Este viaje lo vamos a hacer de la mano, como siempre hemos estado, no vaya a ser cosa que en el momento de que se me desprenda el espíritu, me pierda por algún rincón del universo y flote sola vaya a saber por dónde. ― El la miró con ojos húmedos sin poder interponer razones.

―Cuando se acerque la hora, mi alma se va detrás de la tuya. Nos quedaremos dormidos hasta que nos encuentre la eternidad.

Antonio respondió con un beso infinito sobre las manos de su mujer, al tiempo que se las enjuagaba con lágrimas. Conocía como nadie a esa anciana dulce y terca, sabía que ni el mismo demonio podría contra su voluntad.

El día que la muerte se bebió el aire de los pulmones de Antonio, los reyes magos habían pasado de largo por el conventillo y el calor de enero embadurnaba de un aire pastoso y tibio las paredes de la habitación. Un ahogo profundo, el dolor punzante y agudo en la boca del estómago habían marcado la partida. Angélica, acostada sobre el pecho de su esposo, mantenía desde un sueño profundo su mano soldada a la de él.

La sacudí con firmeza buscando despabilarla, pero a la vez rogando que también ella hubiera podido partir.

Abrió sus ojos claros, dejándolos clavados en un lugar lejano y preciso. No volvió a mirarme. Cantaba de a ratos una canción dulce y vieja que la mecía en un abrazo propio. Siguió buscando estrellas por las noches y el resto del tiempo elegía dormir.

Entendí que como no pudo encontrar la puerta de la muerte como lo había planeado, tampoco supo cómo elegir la vida sin su Antonio.

El doctor Bustamante fue más técnico y lo llamó demencia senil.

 

 

 

[i] Revoque: Arreglo o pintura de la parte exterior de las paredes de un edificio.

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