CORTÁZAR Y YO

por

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

Buenos Aires, año cuarenta y uno: si no me equivoco, cuenta Leila Guerriero que la librería Viau era lugar para el encuentro de intelectuales, lectores, gente de la cultura y demás bichos librescos. Quito, año dos mil diecinueve: Juan Valdez de la Foch, libre en la universidad por ser día del trabajador. Cargo la pipa con tabaco ecuatoriano, “Raíces”, para más señas. No es lo mejor pero qué más da, siempre se agradecen algunas bocanadas mientras un americano con azúcar morena acomoda el terreno para echarse a leer como Dios manda. Traigo conmigo el primer tomo de las cartas completas de Julio Cortázar -por un ojo de la cara compré hace poco los cinco volúmenes y créeme que van siendo una delicia- y en eso ando, página 121, misiva a su amiga Mercedes Arias fechada en Chivilcoy, trece de julio.

El calor pega más fuerte que de costumbre en una ciudad donde la temperatura media obliga a abrigarse a diario y al paraguas. Desde la mesa escucho a unos árabes charlar y gesticular como italianos y a un nórdico en claro alarde de su geografía -lleva pantalones cortos, simple camiseta y sandalias en estas tierras del trópico, según la lógica que probablemente sigue-. Una mujer con sobretodo en los brazos, vestido diminuto, muy ceñido al cuerpo, entra junto a una chica que parece ser su hija. Piernas hechas a mano, paso de pantera, tetas incendiarias.

Leo y la prosa del argentino me agarra por el cuello. Tenía Cortázar esa cosa que sólo llamo talento, oficio, habilidad para decir con el lápiz, poder para doblegar a la palabra. Como si el libro fuese un espejo y como si yo fuese Alicia en el café de las maravillas, no puedo escapar al embrujo, ni quiero, ni lo intento. Entonces pienso que Buenos Aires es una ciudad cosmopolita, quizás la más literaria de América Latina. La librería Viau resulta ser como la he imaginado, sobria, sencilla, modesta, con aparadores y anaqueles que ofrecen material al alcance de cualquiera. Puedes tomarlos, hojearlos, leer un poco y devolverlos luego a su lugar y aquí no ha pasado nada. “Sin compromiso”, suele la gente decir en estos tiempos.

Ahora sí, como Alicia en el país de las maravillas recorro sorprendido el espacio, absorto en el paisaje, literalmente encantado, metido de cabeza en este lado del espejo. Viau produce la extraña sensación de ser y no ser, de estar y no estar, asunto chocante en un principio pero que de seguidas hago a un lado. Es lunes, es de mañana y se aproxima el mediodía, no me pregunten por qué pero lo sé. Es lunes y es de mañana, se acerca el mediodía y la gente entra, sale, algunos compran, otros nada más conversan un instante, fuman, comentan idioteces o cosas interesantes con libros y estanterías a modo de escenario. Música, jazz al fondo -Sidney Bechet, William Lee Conley- y literatura que flota en el ambiente al mejor estilo de un cuento de Cortázar, de El perseguidor, pongo por caso, o de Rayuela, ponte tú a pensar.

El Juan Valdez continúa como si nada, vibra en medio de la tarde. Enciendo otra vez la pipa, doy un sorbo al café que empieza a enfriarse y el muchacho de pie, al fondo del pasillo, toma un ejemplar y lo escudriña como entomólogo ocupado en tareas de disección, de estudio, de clasificación, cosas así. Desde mi metro ochenta y tres calculo sus diez o quince centímetros de más. Doy otra chupada, siento el humo haciendo de las suyas, jugueteando entre mi lengua, mis dientes mis fosas nasales, e insisto perplejo en observar. El entomólogo con su libro entre las manos es a su vez la libélula o quizás el lepidóptero que tengo justo enfrente. Blanco, muy lampiño, serio, bastante formal, devuelve el libro y da unos pasos más allá, con la intención de posarse sobre otro, de olisquear, de hacerlo suyo. Lo saca de su sitio y sin alejarse demasiado me doy cuenta de que se detiene en la contraportada.

Siento curiosidad por la obra de Borges, quiero de pronto preguntar por Borges en este sitio mítico, aprovechar que estoy en Viau porque con toda seguridad debe haber algo aquí que seguramente desconozco. Cierta edición rara, algún ejemplar inencontrable, en fin. Entonces me decido a preguntarle, dirijo los pasos hacia el jovencito que no se ha percatado de mi cercanía para intentar charlar un rato, convidarlo a un café, solicitar su orientación en esta maraña de textos, en esta librería que apareció como si nada.

Vuelvo a la carta. En el Juan Valdez el calor sigue apretando. Mercedes Arias, por lo visto, fue una amiga con quien Julio Cortázar, veintisiete años a lo sumo, se sentó más de una vez a charlar, a entregar sus horas sin remordimientos y a compartir lecturas. Acaba las líneas, termina de escribir a su destinataria, se despide con educación extrema y luego firma. En el antepenúltimo párrafo apunta: “¿Leyó The murder of Roger Ackroid, de Ágatha Christie? ¡Léalo! (pero ni se le ocurra espiar el final; pegue con goma las últimas páginas si la tentación le asalta). Lo encontrará, muy barato, en la colección Pocket Book (EE.UU.), también en Viau. (Usted va a creer que mi amistad hacia la gente de esa casa  me obliga a hacerles propaganda; la verdad es que yo compro casi todos mis libros allí y que su colección de libros en inglés es extraordinaria). Si usted quiere, ¿por qué no va allá algún lunes de mañana, a las once u once y media? Suelo andar huroneando por los estantes, y podríamos ver algo juntos”.  Me quedé de piedra. Lunes, lunes en la mañana cercano el mediodía. Comprendí. Cerré el libro, chupé largamente de la pipa y me dediqué a hurgar el horizonte.

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