Políticas de la incertidumbre

por

Mariano Nava Contreras
Twitter: @MarianoNava

 

A menudo he escuchado decir que en la vida lo único constante es el cambio y que la aspiración a la estabilidad de las cosas no es más que perseguir quimeras. Generalmente los que afirman esto suelen citar a Heráclito, recordando lo dicho por el viejo filósofo acerca de que todo fluye y que no es posible meterse dos veces en el mismo río. Lugares comunes aparte, no me cabe duda de que esto es cierto, que en el vasto mundo de las pasiones y los instintos y del devenir de la naturaleza impera lo imprevisible, pero puedo afirmar que Heráclito se estaba refiriendo al mundo natural, tanto al interior de nuestra psique como a lo que nos rodea. Dudo mucho de que esto se aplique a las leyes lógicas y racionales, cuya máxima aspiración es, todo lo contrario, la estabilidad y la permanencia. Las leyes de las matemáticas, de la física o de la astronomía son de una vigencia que escapa a las vicisitudes del tiempo y del espacio. Dos más dos son cuatro aquí, en la China, cuando los egipcios, los visigodos, hoy y dentro de mil años. Así también, en las cosas de la política y del orden social, la planificación y la estabilidad son el norte al que se tiende, aunque es verdad que difícilmente se alcanza.

Creo que Aristóteles fue el primero en darse cuenta de la importancia de las pasiones en la política. En la Retórica, el filósofo hace un estudio profundo de las pasiones humanas, entendiendo que se trata de un factor clave para la marcha de la polis. Aristóteles comprendió que la retórica es el arte de la manipulación a través de las pasiones. Sin embargo estas pasiones, efímeras e inestables que son, están al servicio de un proyecto que aspira a la estabilidad, el orden social y político. Por eso la política resulta un arte, no una ciencia, sumamente difícil, pues intenta conciliar dos órdenes opuestos: las pasiones y los apetitos humanos, absolutamente efímeros e inestables, y la aspiración a un orden estable y duradero.

Arte de lo paradójico y de lo incierto, Spinoza, en su Tratado teológico-político, intentó en el siglo XVII fundamentar algo tan inestable como la libertad humana nada menos que en los libros del Antiguo Testamento. Algo parecido quiso hacer nuestro Juan Germán Roscio casi siglo y medio después, en 1817, cuando en El triunfo de la libertad sobre el despotismo (libro fundacional que todos los venezolanos deberíamos leer), trata de probar con argumentos bíblicos la justa razón de la libertad de Venezuela. Miranda en sus proyectos constitucionales y después Bolívar en su Discurso de Angostura soñaron para nuestro país un régimen que consagrara la mayor cantidad de libertad posible, pero que fuera a la vez lo suficientemente estable y sólido como para asegurar su durabilidad. Creo que ahí estuvo la clave de su éxito y también de su fracaso como estadistas.

Que todos los regímenes buscan la estabilidad y la permanencia, a veces por métodos inconfesables, no es secreto para nadie. De hecho, uno de los elementos que comparten todas las utopías es el de la estabilidad y durabilidad, desde la Ciudad de los Atlantes que describe Platón en el Timeo, hasta el Imperio Galáctico de Star Wars, pasando por la celebérrima isla imaginada por Tomás Moro. En el mundo real, todos los sistemas políticos buscan mecanismos para protegerse contra cualquier cambio no previsto, contra cualquier factor que atente contra su estabilidad. Todos intentan “vacunarse” ante la posibilidad de que algún agente patógeno externo pueda inoculárseles. Pero como los sistemas políticos se insertan en un tiempo y en espacio reales, en un aquí y un ahora signados por lo incierto y lo contingente, los regímenes más inteligentes, y por ende más duraderos, resultan ser aquellos que incorporan con mayor flexibilidad la posibilidad de lo eventual sin que impacte negativamente en su estabilidad.

No me cabe duda, los científicos sociales del futuro mirarán a la Venezuela de nuestros días con una mezcla de asombro y conmiseración. Asombro porque difícilmente podrán encontrar un caso más ejemplar de extrema degradación en la gestión de sus dirigentes y del Estado, pero también, lo que es aún peor, en los comportamientos ciudadanos cotidianos. Con conmiseración porque la degradación de la política conlleva la personal de los ciudadanos, su involución y atraso como miembros de una sociedad civilizada, pero también como individuos y como seres humanos. Para nadie es un secreto que hoy somos menos generosos, menos sensibles al sufrimiento ajeno, menos solidarios que hace unas décadas. Menos tolerantes y menos previsivos, si es que alguna vez lo fuimos.

Malacostumbrados a un liderazgo que reacciona según sus apetitos e instintos más básicos, a un caudillaje que balbucea y acciona según impulsos primarios y espasmos repentinos, creyendo que eso es política nos hemos olvidado del complejo arte de conjugar lo incierto y lo inestable con miras a la permanencia y la estabilidad. Reconquistar la política no será poca tarea para los que sobrevivan.

 

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