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EL ARTE DE SUBRAYAR LOS LIBROS por -Roger Vilain- @rvilain1

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EL ARTE DE SUBRAYAR LOS LIBROS

por

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

 

Voy al café de costumbre: un libro entre las manos, tabaco, macchiato, agua mineral. “Lección pasada de moda”, de Javier Marías, página ciento dieciséis. Entonces comienzo a leer, me atrapan los tentáculos que un buen libro utiliza para enganchar a su presa.

Y los síntomas van apareciendo. Son sensaciones que disparan sin perdón a quemarropa, pues la magia de la historia ingerida por los ojos no da tregua, y al no darla quiero retenerla, de algún modo obligarla a permanecer conmigo, a la vista, dispuesta siempre a brincarme en los brazos tan pronto haya cerrado el libro y vuelva luego a él con ánimo de perderme en sus entrañas. Leo, operan los mecanismos del simple seducir, entro de golpe en ese estado cuya analogía exacta es la levitación.

Ya no puedo, ni quiero, evitar el asunto. Cojo el bolígrafo y subrayo. Subrayo lo que me patea, todo aquello escrito con la fuerza para estremecer desde la frase, desde las imágenes, desde el lenguaje, desde las ideas. Resalto, hago anotaciones al margen, también convierto esa hoja impresa en block de notas, consecuencia inevitable de la fascinación. Leer supone entre otras cosas incrementar cuanto me gusta, marcar esto que hallo en los intersticios de un párrafo o en las meras tripas de un decir que no tiene vuelta atrás: hay, repito, que subrayarlo, hay que insuflarle neón a tope, hay que preservarlo en las alturas.

No te imaginas las mil escenas que he protagonizado gracias a rasguñar folios aquí o allá, porque me da la gana. La gente, tan circunspecta donde se encuentre haciendo de las suyas -quizá en la mesa contigua devorándose un yogurt, engullendo feliz la torta de manzana o dándole a la lengua mientras acaba el helado-, más de una vez me mira como a bicho raro, entomólogo frente al microscopio, y en ocasiones se aproxima sin perder ápice de circunspección para atreverse a gruñir: “¿Sabe qué?, los libros no se rayan, los libros no se maltratan, es que los libros, señor, no se destruyen”.

Menuda confesión y vaya manera de ponerla en práctica. Como si echarte en brazos de lo que lees, con pasión cultivada desde la niñez, fuese un acto equivalente a monstruosidad sin par, es decir, perfecto crimen de lesa bibliofilia. Frente a tamaña intromisión opto -con circunspección idéntica a la de esta artillera de café- por mandarla al mismo infierno y cerrar de una buena vez el capítulo en cuestión, pero antes de que la potencia se transforme en acto me muerdo la lengua y nada más me limito a sonreír, a dar las gracias, a desear suerte y continuar pegado al buen Marías.

Tengo para mí que enredarme con un libro implica un toma y dame que pasa por el diálogo, el dime y también te digo, la captura al vuelo de ciertos guiños mutuos y, sin duda, la lúdica experiencia de llevarles la contraria o sucumbir frente a sus argumentos. Para eso es necesario lápiz, bolígrafo, resaltador o cualquier instrumento capaz de dejar huella sobre el texto que leo y que me reta. Subrayar se transforma en diana, punto de fuga de una relación que entre ese objeto y yo hemos labrado a pulso y subrayar, lo digo sin remordimientos, es la mejor forma de ponerme los guantes y recibir mi buena tunda, no sin antes lanzar ganchos, rectos, ramalazos a la cabeza o al hígado y, en fin, intercambiar los golpes necesarios.

Hay quienes tienen libros, bibliotecas enteras, volúmenes exquisitos cuyos lomos cuchis lucen de lo lindo frente a las cortinas de la sala. Combinan que te cagas. A mí que me registren, pero un libro sin rasguños, sin cicatrices que evidencien su paso por la vida termina siendo algo así como la imagen casta de un puritanismo ajeno a las hormonas, a los líquidos sexuales o al juego de caricias que llevará por fin a la entrega y al orgasmo.

Desde la mesa del café practico, porque me sale de los cojones, el hecho de subrayar mis ejemplares. De tapa blanda o dura, de bolsillo o de la colección fulana por la que te sacan una buena pasta, subrayar es demostrar cariño, amor mondo y lirondo, interés por cuanto cabe esperar de una charla entre nosotros. Lo demás es monserga y fruslería que para qué te cuento. Y punto, y se acabó.

 

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