LA TERRAZA DEL CAFÉ

por

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

 

Me siento en la terraza de un café a ver pasar la vida. Expresso, bolsa de tabaco para la pipa y un libro de cuentos de Ednodio Quintero, página noventa y tres. Ver desde una mesa de café tiene la ventaja de que enfocas como nunca, pones tu atención a punto, olvidas por un rato las historias de Quintero y ya, de veras ves, miras, hurgas en eso que de otra manera sería imposible contemplar.

Me siento en la terraza del café y observo. La vendedora de rosas salta de mesa en mesa, el hombre del sombrero toma la mano de esa chica, aquel perro echado da la impresión de escrutar el universo mientras una nube de mosquitos es desfigurada por la violencia de su cola. Veo desde esta mesa de café y pienso. Escenas de infancia, calles empedradas, tarantines, quioscos, ventas ambulantes a cada lado de la calle. Miro desde el café y sin dejar de ver, ubicado justo en esta mesa con mantel a cuadros, me detengo en lo que no veo. Es decir, veo como cualquiera, en concreto, eso que mis ojos abarcan desde la trinchera en plena calle Foch pero me concentro en mirar lo que no veo nada más que sentado en esta silla. Y ahí aparece un trozo de playa en la costa, ciertos puestos de verduras en un mercado maloliente, una mujer semidesnuda que baila alrededor de un tubo.

Sentado aquí miro cuanto tengo enfrente y basta con eso. No miro como miras tú, o como yo mismo lo hago fuera de este paréntesis que es sentarme a ver desde el café. Tan pronto miro desde la terraza del café se abre una dimensión distinta y lo que menos importa a simple vista es eso que veo sentado en este sitio. Es mucho más urgente, cobra relevancia incuestionable, necesidad ontológica según diría algún filósofo frustrado, cuanto no veo desde aquí y cuanto no podría mirar si no me hubiese dispuesto a contemplar desde esta terraza de café.

La verdad es que ver desde la mesa de un café tiene mucho de mirada hacia adentro, dime tú si no. Un adentro que por raro que te suene puedes vislumbrar en el afuera que es este horizonte apostado ahí, al mirar de cierto modo cuando echas un vistazo desde la mesa en la terraza del café. Por eso de vez en cuando vale la pena sentarse a observar no como observan tantos que se sientan y entre cortado y galletitas hurgan y escudriñan hasta que se cansan de atisbar, si no, digo, vale la pena observar justo eso que no ves desde esta posición, desde la geografía de la mesa que eliges y es atalaya, escondrijo, rincón único a la hora de pasar la vista por los recovecos de eso que se expande frente a ti, como un gas, aunque no puedas verlo si ves como ves cuando no estás sentado en la terraza de un café.

Entonces sigues en lo tuyo, miras a lo lejos, bajas luego la vista para comprobar que todo sigue como lo dejaste: Ednodio Quintero en su libro, un expresso que se enfría, media botella de agua mineral, tu pipa apagada a un lado del cuaderno listo para que apuntes tonterías. Y escuchas el ruido, las voces de muchos que ocupan mesas cercanas, y alguien que sentencia: “aquí hace falta un Hitler”, y otro que suelta: “ese virus es un invento de la CÍA”. Y vuelves de seguidas a mirar, a cubrir el horizonte, a ver lo que jamás verías sin tomarte la molestia de observar desde esta mesa de café.

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