LA IZQUIERDA ANTE EL FRACASO
“Precisamente ahora, cuando una nueva generación saca la cara por Venezuela y arriesga su vida por reconquistar la libertad y alzarla de sus ruinas, esa reflexión autocrítica de la Venezuela del fracaso se hace más imperativa que nunca. Es hora de iniciarla, por doloroso que ello sea. O correremos el peligro de volver a caer en nuestros ancestrales errores.”
Antonio Sánchez García
Twitter: @sangarccs
A Alfredo Coronil Hartmann
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Venezuela fue la única sociedad latinoamericana que se liberó de las dictaduras militares de la década del cincuenta tras un definitorio arreglo de cuentas entre la izquierda democrática y la izquierda marxista. Fue esa izquierda democrática, representada por el partido fundado por Rómulo Betancourt en 1941, quien deslindó los campos ideológico políticos respecto de la izquierda marxista y pro soviética, para romper definitiva y frontalmente con ella al nacimiento de la democracia, luego del 23 de enero de 1958. Cuando Cuba y Venezuela bifurcaran el camino hacia el futuro de la región: dictadura o democracia. Incluso al precio de sufrir las consecuencias provocadas por la nefasta y corrosiva influencia del delirio castro comunista, que además de traicionar los ímpetus democráticos con que naciera y se desarrollara, pervirtiera y fracturara a nuestra izquierda democrática, arrancándole de cuajo su primera generación de relevo. Fue el pecado original de nuestra democracia que hemos debido pagar con sangre, sudor y lágrimas. Pues el castrismo jamás dejó de acechar al asalto de Venezuela. Y lo que causa un profundo desasosiego: favorecido por la traición de nuestras propias fuerzas armadas, infiltradas por el castrocomunismo desde entonces. De allí deriva el conflicto histórico abierto en el seno de las izquierdas venezolanas por la llamada “revolución bolivariana” pendiente de resolución hasta el día de hoy. De esos polvos derivan los lodos del asalto cubano a Venezuela. Nuestra asignatura pendiente.
Conocedor profundo del marxismo leninismo, Rómulo Betancourt optó desde su asunción del liderazgo anti dictatorial y democrático de Venezuela por deslindarse radicalmente del comunismo y de la Unión Soviética, decidido a seguir una ideología propia, producto de las condiciones sociales específicas de la sociedad venezolana, en primer lugar, y latinoamericanas, su contexto geográfico estratégico, en segundo lugar. De allí que la de AD fuera desde sus comienzos una ideología autóctona, venezolana, democrática y popular.
La clave de ese socialismo originario, criollo, a la venezolana, que echara a andar Rómulo Betancourt, con razón considerado “el padre de la democracia venezolana” y el líder de la izquierda democrática más importante de la región, consistía en centrar todos los esfuerzos políticos de la nueva organización en la conformación de una democracia popular, pluriclasista, de acuerdo con las determinaciones socioeconómicas tal como se encontraban estructuradas en la alborada de la primera reacción antidictatorial expresada con la llamada “generación del 28” – el campesinado, los trabajadores, los estudiantes y los amplios contingentes sociales incorporados a la modernización del país propiciada por la irrupción y desarrollo de la industria petrolera en medio de una sociedad rural, primitiva, retrasada, políticamente aletargada y profundamente autocrática, despótica y conservadora.
La de AD fue una ideología producto de una profunda, larga y documentada reflexión que diera origen a su obra cumbre de análisis económico, sociológico y político: Venezuela, Política y Petróleo, publicada en 1956 en la editorial del Fondo de Cultura Económica, México. Con sobrada razón, el gran hispanista inglés Hugh Thomas, que se preciaba de ser su hijo político, escribiría en el prólogo a su edición española: “Rómulo Betancourt, después de muchos años de lucha, de exilio, de peligro personal y de organización política, alcanzó el honor inmortal de ser el primer presidente venezolano, libremente elegido bajo el sufragio universal, directo y secreto, que dejó el poder en forma normal y democrática. ¿Qué hombre, en toda la historia venezolana, ha logrado tantos éxitos? Ninguno.”[1] Tampoco es un azar que con su alejamiento de la política venezolana y su muerte se iniciara la decadencia y la crisis irreversible de nuestra democracia.
Ello explica tanto su apertura hacia el socialcristianismo, representado por el partido COPEI bajo el liderazgo de Rafael Caldera, como su rechazo a incorporar al Partido Comunista Venezolano en el pacto de alianzas de largo plazo conformado en 1958, que bajo el nombre de Pacto de Punto Fijo sentara las bases para un compromiso de gobernabilidad hacia el futuro de la República. Independientemente del importante papel jugado por los militantes del Partido Comunista en la lucha contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, Rómulo Betancourt apostaba por un sistema hegemónico que excluyera absolutamente cualquier veleidad con el marxismo leninismo y desconociera los principios rectores de la economía de libre mercado y todas sus libertades concomitantes. Como lo demostrara su frontal rechazo a cualquier entendimiento económico, programático o político con Fidel Castro en su primer y único encuentro, sostenido en Caracas en febrero de 1959. Rómulo Betancourt tenía perfecta conciencia de que ambos rumbos – el suyo y el de Castro, eran absolutamente incompatibles y esencialmente excluyentes: un capitalismo de raigambre social, popular, democrático y progresista, que sirviera de sostén a un régimen de libertades públicas, como el que a él lo inspiraba, frente a un socialismo autocrático, elitesco, dictatorial y totalitario, que el líder cubano representara a la perfección. ¿Qué más pruebas de la infinita razón que le asistía que ver más que el desastre, la hecatombe en que han terminado Cuba y Venezuela tras someterse a la barbarie castro comunista?
No es del caso analizar las complejas razones socioeconómicas que llevaron a la fractura y debacle final de esa hegemonía política, vigente a lo largo de los únicos cuarenta años de estabilidad, paz y prosperidad vividos por Venezuela. De entre cuyas razones estructurales es preciso considerar, en primer lugar, la inmensa fragilidad de la hegemonía democrática, que se dejara seducir por el asalto de la barbarie castro comunista sin siquiera oponer un frente activo de resistencia. En segundo lugar, la extrema facilidad con que las fuerzas armadas se rindieran ante el demoledor poder corruptor del dinero, llegando al extremo de ceder la soberanía de la Patria al invasor cubano sin que requiriese una sola acción de combate. En tercer lugar, la ausencia de un factor verdaderamente liberal, emprendedor y empresarial capaz de sostener el desarrollo capitalista por el que apostaba el Estado, prácticamente en solitario, y de oponerse al ataque del chavismo contra la empresa privada. ¿Por qué razones el menguado respaldo electoral que obtuvieran los partidos marxistas venezolanos entre 1958 y 1998, que jamás superaría el 5% histórico, llegaría a empinarse luego del asalto al poder por parte de Hugo Chávez, hasta más allá de un 90%, derrumbando el sistema democrático, montando sobre sus ruinas un régimen dictatorial y proto totalitario, arrastrando a la sociedad potencialmente más rica y próspera del continente a la espantosa crisis humanitaria y terminal que hoy la estremece ante el asombro de la región, del hemisferio y del mundo?
¿No es asimismo asombroso que tanto las fuerzas armadas como gran parte del empresariado y la clase media, factores claves en la resolución de la estructural crisis chilena de los años setenta, se hayan jugado en Venezuela por auxiliar precisamente a quienes venían a potenciarla sentando las bases de un régimen castro comunista? ¿No expresa una dramática contradicción entre realidad y conciencia? Esas fuerzas armadas ¿no requieren ser sometidas a un juicio rotundo, estricto y desapasionado? Ese empresariado en falencia ¿no requiere de un proceso de auto reflexión? Esa izquierda democrática ¿no debe analizar las causas de su lamentable y patético fracaso? Precisamente ahora, cuando una nueva generación saca la cara por Venezuela y arriesga su vida por reconquistar la libertad, esa reflexión autocrítica de la Venezuela del fracaso se hace más imperativa que nunca. Es hora de iniciarla, por doloroso que ello sea. O correremos el peligro de salir de las llamas para caer en las brasas y recaer al menor descuido en nuestros ancestrales errores.
Una experiencia tan traumática, tan mortífera, tan absurda y contra natura como la que llevamos cargando sobre nuestros hombros desde hace un cuarto de siglo, no puede regresar a sus orígenes como si nada hubiera pasado en Venezuela o en América Latina. Un atentado auto mutilador sólo comparable con el quinquenio de la Guerra Federal, el espanto castro comunista cubano y la trágica experiencia chilena no puede pasar por debajo de la mesa. Habiendo tenido a su favor el poder político absoluto y contando con los ingresos más fastuosos de la historia, esa izquierda marxista, principal responsable de nuestra tragedia, sólo fue capaz de devastar las bases espirituales y materiales de la República y hundir a Venezuela en una aterradora crisis humanitaria. Un trágico balance del que la izquierda marxista latinoamericana también debiera dar cuenta. Pues carga con todo el peso de la complicidad, insistiendo en mantenerla con vida. Combatirla es el imperativo categórico de las fuerzas liberales de la región. Reconstruir nuestra democracia sobre sólidas bases materiales, morales e institucionales es nuestro único destino posible.
[1] Hugh Thomas, Prólogo a Rómulo Betancourt, Venezuela Política y Petróleo, Seix Barral, España, 1979.