El lado oscuro de la votación electrónica
Por
Dambisa Moyo
NUEVA YORK – Según una encuesta informal no publicada que se realizó antes de la última elección presidencial de noviembre en Estados Unidos, cerca del 95% de los miembros (predominantemente hispánicos) de uno de los sindicatos de Estados Unidos más grandes preferían a la candidata demócrata Hillary Clinton a su adversario republicano Donald Trump. Pero menos del 3% de los miembros de ese sindicato pensaban ir a votar. El motivo era económico.
Para la mayoría de las personas encuestadas, el costo de votar (incluido el descuento salarial por abandonar el puesto de trabajo, el traslado al centro de votación y la necesidad de tener una identificación adecuada, por ejemplo licencia de conductor o pasaporte) era excesivo. Esto es parte de una tendencia general que muestra que a menudo los estadounidenses pobres no pueden participar plenamente en la democracia del país.
Según la Oficina del Censo de los Estados Unidos, en la elección presidencial de 2012 votó menos de la mitad de los adultos habilitados con ingresos familiares menores a 20 000 dólares por año, mientras que la participación electoral de los hogares con ingresos superiores a 75 000 dólares fue 77%. En la elección intermedia de 2014, según un informe del centro de estudios Demos, no votó el 68,5% de las personas pertenecientes a hogares con ingresos inferiores a 30 000 dólares por año.
Es un problema serio. Pero las propuestas de solución más habituales tienen serias falencias.
Generalmente se basan en la tecnología digital; muchos consideran que esta aumentaría la participación electoral, al reducir el costo de votar. Por ejemplo, se ha propuesto el uso de aplicaciones móviles para mejorar la tasa de participación electoral, ya que con ellas la gente podría votar como les resultara más conveniente, por ejemplo durante un descanso en el trabajo o en la comodidad del hogar.
No hay duda de que la idea parece interesante. En Estonia (país considerado líder en votación electrónica), casi uno de cada cuatro votos en la elección parlamentaria de 2011 fue a través de Internet.
Pero el efecto real de estas tecnologías sobre la participación electoral no está comprobado. Si bien la tasa de votación electrónica en Estonia aumentó casi un 20% entre la elección de 2007 y la de 2011, la participación general aumentó menos de dos puntos porcentuales (del 61,9% al 63,5%). Esto tal vez sea señal de que la votación electrónica alienta el uso de otro medio de participación entre quienes ya tienen costumbre de votar, pero no la participación de más votantes en sí.
Pero la votación electrónica, además de ineficaz, puede ser perjudicial. No sólo reduce el costo para los votantes, sino también para el Estado, con lo que llamar a elecciones (o referendos) se torna más fácil que nunca. Esto conlleva el riesgo de convocatorias excesivamente frecuentes que debilitarían la eficiencia del gobierno.
En un tiempo de crecimiento económico mundial insuficiente y deterioro de los niveles de vida, la importancia de un gobierno eficiente se acentúa. Según la Corporación del Reto del Milenio (un organismo estadounidense de ayuda internacional), un gobierno más eficiente ayuda a reducir la pobreza, mejorar la educación y la atención de la salud, frenar el deterioro medioambiental y combatir la corrupción.
Un aspecto clave de la eficiencia gubernamental es el pensamiento a largo plazo. Las autoridades deben tratar de implementar las políticas que prometieron en campaña, pero también deben contar con suficiente margen político para ajustarse a circunstancias cambiantes, incluso si eso implica apartarse de los plazos previstos.
Eso no es posible en medio de elecciones y referendos constantes, que obligan a las autoridades a complacer a los votantes con resultados inmediatos o exponerse al castigo de las urnas. El resultado más probable será una agenda miope y propensa a cambios de rumbo súbitos por motivaciones políticas. Esta volatilidad, además de dañar la credibilidad política y la confianza de los mercados, puede crear fricciones entre las autoridades electas y los funcionarios públicos de carrera, dañando así una relación que es crucial para una toma de decisiones eficiente, previsora e informada.
Los amantes de los referendos los presentan como el mejor ejemplo de democracia pura, ya que dan a la ciudadanía de a pie participación directa en la toma de decisiones. Pero en una democracia representativa, los referendos debilitan la relación entre los votantes y la dirigencia encargada de la tarea de diseñar políticas en nombre de los ciudadanos.
Cual signo ominoso de los tiempos, los referendos se están convirtiendo en un aspecto cada vez más frecuente (e influyente) de la política en Occidente. El Reino Unido sólo convocó tres referendos en toda su historia; pero dos se celebraron en los últimos seis años (además de uno en Escocia). François Fillon, un candidato a la presidencia francesa, prometió que si ganaba la elección llamaría a dos referendos (y dio a entender que Francia necesitaba no menos de cinco).
También las elecciones están volviéndose más frecuentes. El mandato promedio de la dirigencia política del G20 se redujo a un mínimo histórico de 3,7 años, contra seis años en 1946; es indudable que este cambio alienta más cortoplacismo en los gobiernos.
No está claro todavía que la votación electrónica aliente más participación de los votantes. Lo que está claro es que su adopción a gran escala puede agravar tendencias que ya menoscaban la eficacia de la política pública, incluida la capacidad de los gobiernos de estimular el crecimiento económico y mejorar las condiciones sociales.
Reducir las barreras que impiden la participación democrática de los ciudadanos más pobres es una meta loable. Pero ¿de qué servirá si el resultado es contrario a los intereses de esos mismos ciudadanos?
Traducción: Esteban Flamini
Fuente: Project Syndicate