El pecado estructural en la Venezuela actual
Por
Rafael Luciani
La crisis socioeconómica en la que vivimos ha alcanzado niveles irreversibles mientras persiste la incapacidad de los poderes públicos en hacerse cargo de la realidad, en función del bienestar de «todo el país», para ofrecer soluciones reales y viables.
Hay valores no negociables, ciertamente, pero estos deben responder al «estado de derecho». Estos han de ser, entre otros, el bienestar socioeconómico de todos los habitantes del país; la posibilidad de acceder a los bienes materiales, como comida y medicinas, sin padecer las consecuencias de la escasez, la inflación y la violencia; el gozo de la sanidad mental que nos permita vivir la cotidianidad con futuro y esperanza, y no bajo el peso de un presente que asfixia y pone en riesgo a la propia vida; el respeto de la vida de todos —independientemente de su posición política— como valor sagrado y absoluto. En fin, ninguna solución será viable si los actores políticos que tienen concepciones de vida tan diversas no logran apostar por el «bien común» y «dialogar» antes que seguir insistiendo en el bien propio, sea ideológico, partidista o personalista, pues esto sólo conducirá a una guerra fratricida.
En el marco del discernimiento que vienen haciendo distintas instituciones eclesiales, está la comunicación del pasado 7 de abril, en la que la Compañía de Jesús en Venezuela, a través de la revista SIC del Centro Gumilla, hizo pública su posición oficial. Ahí se reafirmó que «nos enfrentamos a una dictadura como ciudadanos y como cristianos», la cual se consumó con «las decisiones asumidas por el Tribunal Supremo de Justicia en Sala Constitucional de fecha 28 y 29 de marzo que suponen un claro golpe de Estado y un desenmascaramiento definitivo del gobierno como una dictadura». Hecho este que ha sido reconocido y denunciado por la Fiscal General de la Nación. Desde entonces, se ha venido generando un espiral de violencia y desesperanza que hace inviable la reconstrucción del tejido social y político del país si no se considera una salida negociada y consensuada entre los distintos factores políticos.
Ante la magnitud del impacto devastador que ha tenido la crisis en todo el tejido sociocultural del país —difícil de imaginar si no se ha vivido en Venezuela—, muchos recurren al análisis político del poder en Venezuela. Sin embargo, como país cristiano y creyente, en general, urge tener una mirada más honda y recurrir a un discernimiento moral del orden institucional y el tejido sociocultural venezolano. Esto cambia la impostación personal que podamos tener ante la realidad y ayuda a reorientar las decisiones que hemos de tomar para corregir el rumbo político del país. Si no entendemos que hay un problema moral que permea a todas las personas y estructuras que hacen vida en la sociedad venezolana, cualquier solución será coyuntural y provisoria, pues el saneamiento institucional y la reconciliación sociocultural no se producirá.
Autoridades reconocidas en la teología de la liberación, como son los jesuitas Pedro Trigo y Luis Ugalde, han alzado sus voces. Trigo ha hablado del paso del totalitarismo a la dictadura en Venezuela y Luis Ugalde de la ruptura del orden constitucional que viola los derechos humanos y la vigente constitución. En consonancia con la petición del Papa Francisco, la Iglesia venezolana, en su conjunto, ha insistido en que la solución a la crisis actual del país pasa, necesariamente, por las siguientes condiciones: elecciones, liberación de los presos políticos, reconocimiento de la Asamblea Nacional, apertura a la ayuda humanitaria internacional. Es lo que la Santa Sede ha dicho desde su primera facilitación en Venezuela, como lo recordó en su reciente carta enviada a la Organización de Estados Americanos el pasado 21 de Junio. En la correspondencia vaticana se recuerda que «la Santa Sede reitera su posición, ya conocida, de que una negociación seria y sincera entre las partes, basada en las claras condiciones indicadas en la mencionada carta del 1 de diciembre de 2016». Pero agrega algo más en apoyo explícito a todas las instituciones eclesiales venezolanas. Se refiere, por vez primera, al estado de la democracia en Venezuela: «la reciente decisión gubernamental de convocar una Asamblea Nacional Constituyente, en vez de ayudar a solucionar los problemas, presenta el riesgo de complicarlos ulteriormente y hace peligrar el futuro democrático del país».
En este contexto, los jesuitas venezolanos han vuelto a manifestar su posición en la editorial de Junio de la revista SIC. Plantean su análisis en términos de un discernimiento moral de la realidad calificándola en términos de un «pecado estructural» que permea a toda la vida social y a la institucionalidad política del país. La nota editorial de la revista afirma que «estamos ante un sistema que no solo niega las mínimas condiciones de vida a la población, sino que la reprime salvajemente cuando esta expresa su malestar y descontento; por ello, desde nuestra fe, cabe señalar este hecho de “pecado estructural” o “pecado institucional”».
Cuando hablamos de pecado estructural nos puede venir a la mente la serie de atrocidades cometidas por los generales argentinos durante la época de la dictadura, o las sufridas por el pueblo salvadoreño durante la revolución sandinista. También podemos pensar en el régimen de Pinochet que encarceló, torturó y asesinó a miles de personas, o en los fusilamientos de la dictadura cubana y su continua represión frente a cualquier disidencia. En todos estos hechos podemos hablar de estructuras o condiciones estructurales que imponen una visión unilateral de la vida y de la sociedad, ante la cual quien se oponga es encarcelado, torturado o asesinado. El Papa Francisco ha denunciado, incluso durante su visita Apostólica a Cuba, las consecuencias para las sociedades de «imponer la propia idea o ideología sobre la persona humana y su dignidad».
Pero el pecado estructural no siempre se da bajo la forma de actos tan atroces y notorios como los mencionados. Éste también se encuentra en ambientes en los que la normalidad cotidiana va aceptando como soportable el hecho de tener que vivir en condiciones inhumanas que niegan toda posibilidad de tener posibilidades, es decir, de lograr un futuro libre y con bienestar socioeconómico para toda la población, y no sólo para quienes están con el partido o la ideología de turno. No es un pecado que afecta a individualidades solamente, como puede ser el pecado personal entendido tradicionalmente, sino un pecado que permea a la sociedad, a los modos de vivir y pensar, y es capaz de convertir a las propias víctimas en victimarios. Es precisamente estructural porque anida e instala a la antifraternidad y el antagonismo continuo como un modo normal de relacionarnos, incluso considerando a la muerte del otro como parte de esa misma normalidad.
Pero este proceder no es algo inocente. Se suele justificar, tanto por la derecha como por la izquierda, como daños colaterales o necesarios con el único fin de preservar y sostener un sistema de poder en sí mismo que es considerado el más perfecto y único posible para lograr un mundo mejor, así tenga que destruir primero el que ya existe. Esto acontece, de modo notorio, cuando las ideologías, del lado que sean, se imponen sobre la persona humana, y entramos en la dinámica anárquica, irracional y sin límites del pecado sociopolítico. Esto puede suceder en cualquier ámbito colectivo de la vida humana, como puede ser el económico, el político e incluso el religioso. Aunque no parezca tan evidente esto vale para quienes justificaron las cruzadas con el fin de preservar el régimen de cristiandad, o quienes entregaron sus vidas a grupos terroristas como Isis, incluso quienes han absolutizado sistemas políticos y económicos de derecha o de izquierda.
Los escolásticos solían decir que el mal se comete siempre sub specie boni, sub aspectu boni, es decir, por el bien que realmente contiene o parece. Sin embargo, muchas personas creen que para obrar mal hace falta querer hacer el mal, lo que se llama sub specie mali. He aquí el grave error para poder discernir el pecado, pues éste no sólo es personal, sino que también es estructural, y no siempre es consciente e intencional, sino que también se da bajo formas establecidas de actuación irracional e inhumana que se ven como necesarias y se justifican a toda costa bajo la supuesta normalidad de defender convicciones tomadas como absolutas. Por eso, los teólogos escolásticos entendieron, con toda claridad, que el pecado estructural no se supera con el mero hecho de hacer el bien personal, sino frenando al mal estructural, es decir, corrigiendo las causas que social, económica y políticamente lo generaron. En fin, corrigiendo y reorientado las estructuras de poder.
El término pecado estructural fue acuñado por el emblemático documento de Medellín durante la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en 1968. Es una noción que ha inspirado a la teología de la liberación a denunciar la existencia de estructuras y modos de operar de las instituciones que hacen imposible el desarrollo de una vida digna y de bienestar para las mayorías que, generalmente, son pobres cuyas vidas son negadas de toda dignidad al no contar con la alimentación y el acceso a la salud que deberían tener como sujetos humanos e hijos(as) de Dios. En fin, cuando se van consolidando condiciones de vida cada vez más inhumanas de empobrecimiento continuo que son propiciadas por políticas públicas que se ponen en práctica sin pensar en la dignidad humana, sino bajo la bruta obsesión de permanecer en el poder político para gozar del beneficio económico que este comporta.
En este sentido se entiende que nuestro país está viviendo en pecado estructural, que nos estamos deshumanizando y hundiendo en la locura de la irracionalidad que no nos permite crear puentes ni dialogar, cerrando así cualquier alternativa que persiga el «bien común». El pecado estructural es la negación absoluta del bien común, es la obstrucción de todo posible diálogo y encuentro entre las partes en función del bien de las mayorías, que son más que las partes políticas en conflicto. Como dice la editorial de la revista SIC este tipo de pecado «se expresa en la vida cotidiana en la situación de hambre que está afectando a gran parte de la población donde los más vulnerables son los infantes, adolescentes y adultos mayores» y también «se evidencia en una grave crisis en la infraestructura hospitalaria; en la falta de insumos y equipos médicos; en el abastecimiento de medicinas».
El efecto devastador no es otro que el de reproducir una cultura de la muerte que se ha venido consolidando en el país, al punto de sufrir casi 30.000 muertes violentas cada año, como ha registrado el Observatorio Venezolano de la Violencia. Es una cultura de muerte que hoy se expresa, de forma sistemática y cotidiana, como explica la nota editorial de la revista SIC, en «asesinatos políticos a causa de la represión, cientos de torturados, miles de heridos y centenares de civiles detenidos y procesados injustamente por tribunales militares». Lo que está en juego, en términos políticos, es el enjuiciamiento, en el marco de un estado de derecho, de los victimarios que nos han llevado a esta situación, del lado que sean. Pero en términos morales y desde nuestra condición de país cristiano, nos jugamos la salvación personal de tantas personas que siguen siendo cómplices por acción u omisión. Lo que San Pablo explica como la posibilidad que todos tenemos, en esta historia, de optar ya por la vida eterna o por la muerte eterna. Es una opción moral fundamental que sólo puede ser tomada por cada individuo en conciencia, pues define su futuro más allá de lo que puede vivir en la inmediatez cotidiana del presente.
El referente que podemos tener para romper con el pecado estructural no es la violencia que sólo genera más violencia y afianza aquellas condiciones que lo han producido. La única manera de combatir el pecado estructural es recobrando nuestra capacidad personal de dolencia humana, es decir, dejando de ser ciegos indolentes y discernir la realidad desde el lado de las víctimas y a favor de ellas. En nuestro caso estas son las víctimas del hambre, de la carencia de medicamentos para preservar su salud, y de la violencia que mata.
Hoy estamos ante el deber —ciudadano y cristiano— de posicionarnos moralmente en contra de todo aquello que rompe con la fraternidad social. El deber de asumir la responsabilidad, que todos y cada uno de nosotros tenemos, ante el drama humanitario que hoy vivimos. El pecado tiene muchas formas, pero la más profunda y obscura es cuando se hace hábito, es decir, cuando permea nuestros modos de pensar, actuar y vivir, e irrumpe en nuestras conciencias pervirtiendo el modo como vemos lo que sucede a nuestro alrededor sin considerar que nuestras palabras y acciones son capaces de robarle la esperanza y el futuro a todo un país. No actuar es fruto de la misma dinámica del pecado.
Estamos a tiempo de evitar aquello que advirtió el Papa Juan XXIII, luego de haber sufrido las consecuencias de la guerra: «la violencia jamás ha hecho otra cosa que destruir, no edificar; encender las pasiones, no calmarlas; acumular odio y escombros, no hacer fraternizar a los contendientes, y ha precipitado a los hombres y a los partidos a la dura necesidad de reconstruir lentamente, después de pruebas dolorosas, sobre los destrozos de la discordia» (Pacem in Terris, 162). El que evitemos este final infeliz y malsano es el reto moral que hoy tenemos todos los factores que hacemos vida en Venezuela. No perdamos la esperanza.