“La fuerza para crear un mito constituye el criterio que permite discernir si un pueblo u otro tipo de grupo social posee una misión histórica y si ha llegado su momento histórico. El gran entusiasmo, la gran decisión moral y el gran mito brotan de la profundidad de los auténticos instintos vitales, no de un razonamiento ni de una evaluación de utilidad.” Carl Schmitt, La teoría política del mito.
Tres factores han terminado por desencajar las favorables y aparentemente invencibles fuerzas con las que contara el llamado proceso revolucionario bolivariano durante sus primeros quince años de gobierno, llevándolo al borde del precipicio en que hoy se encuentra. En primer lugar, y tras la muerte de Hugo Chávez y el derrumbe de los precios del petróleo, la brutal crisis económica, que ha arrastrado consigo todo el paquete de problemas insolubles que culminan en la configuración de esta crisis humanitaria que hoy sufrimos todos los venezolanos y el consecuente rechazo político al gobierno por parte de la inmensa mayoría de la población en estado de menesterosidad, indignación y angustia. En segundo lugar, la rebelión unánime de la Iglesia Católica venezolana, la más poderosa y articulada de las organizaciones sociales y culturales del país, que en dos extraordinarias pastorales ha definido y descrito la inmensa gravedad de la circunstancia, obteniendo con la neutralidad del Vaticano en los esfuerzos dialogantes del régimen una resonante victoria política que le ha restado al proceso uno de sus más poderosos apoyos indirectos. Y en tercer lugar, profundamente vinculado al rechazo militante y combatiente de todas las clases y sectores sociales al gobierno de Nicolás Maduro, la emergencia de un nuevo protagonista histórico dispuesto a dar su vida en el combate frontal contra las fuerzas represoras de la dictadura: los llamados escuderos de la Libertad.
La confluencia de todos dichos factores ha elevado el nivel de la conflictividad y enfrentamiento al estado auténticamente prerrevolucionario que hoy vivimos. Arrastrando consigo la fractura del bloque hegemónico y la poderosa emergencia de la disidencia encabezada por la Fiscal General de la República. Jamás, en los doscientos años de historia republicana, y muchísimo menos en el curso de las crisis vividas por nuestra sociedad en el curso del Siglo XX, Venezuela había conocido una revolución libertaria y democrática de la extensión y profundidad de la que hoy experimentamos. Que surge de lo más profundo de los instintos libertarios del pueblo venezolano, aletargados por una práctica política adormecedora: “el ideal burgués del acuerdo pacífico, del que todos sacan ventaja y obtienen provecho, se convierte en un engendro de intelectualismo cobarde; el acto de deliberar, discutir, transigir o parlamentar traiciona el mito y la gran exaltación, que es lo único que importa.”
Los rasgos de la revolución democrática que vivimos desde febrero del 2014, liderada por la llamada SALIDA, con todos los accidentes, contratiempos y traiciones experimentados desde entonces, son perfectamente discernibles: un pueblo unido en un rechazo frontal al represivo y abusivo poder del Estado, que ha terminado por superar la tradicional división entre los distintos sectores y clases sociales, que ha traspasado límites y fronteras territoriales y la clásica división entre el Este y el Oeste de la capital y entre el campo y la ciudad a nivel nacional, que ha demarcado a las masas en acción de la supuesta autoridad y dependencia frente a los partidos políticos y que ha decidido actuar por propia iniciativa con una exigencia jamás planteada ni asumida en Venezuela a nivel popular: la exigencia de Libertad.
Así, y a redropelo de lo que hubiera querido el chavismo, han sido sus propios errores y el catastrófico manejo de la crisis por parte de quienes actúan antes en defensa de los intereses de la tiranía cubana que en defensa de nuestro propio país, que el pueblo venezolano se ha politizado en defensa de sus propios intereses y no en los del golpismo cipayo castrocomunista, al extremo de exigir, plantear y determinar el rigor y la amplitud del rechazo y la protesta contra la dictadura. Pasando por sobre acuerdos de cogollos políticos y burocráticos, prisioneros de un pasado de acomodos y mezquindades que no logran superar. Una de cuyas más visibles expresiones es el hiato manifiesto entre el liderazgo parlamentarista, discutidor, dialogante y bucólico de los partidos de la llamada Mesa de Unidad Democrática y la decisión de luchar cuerpo a cuerpo contra guardias nacionales y colectivos al servicio mercenario del gobierno. Pues estemos claros: los muertos no los ha puesto la MUD. Los ha puesto esa vanguardia de jóvenes escuderos que, gracias a haber nacido bajo las coordenadas de este régimen, no portan la genética apaciguadora, concordante y dialoguera de los partidos del viejo sistema.
Allí radica la esencia de la lucha que hoy se libra en las calles de Venezuela: superar los escarceos y simulaciones de este falso estado de guerra, el genocidio a cuenta gotas que permite a amigos y enemigos de la dictadura hacer como que en Venezuela no pasa nada, salvo un asesinato político por día, apartar las farsas electoreras que simulan batallas de utilería, que no resuelven ni resolverán nada, y pasar a la acción directa y real, la única capaz de derrotar, vencer y aplastar a la dictadura. El general Llovera Paez lo expresó como leyendo el Leviatán de Thomas Hobbes, para el cual los dos impulsos vitales que originan la ambición política son la vanidad, en sus comienzos, y el miedo a una muerte violenta, en sus finales: “vámonos general, que el pescuezo no retoña”.
Lo inédito de la circunstancia es el poder mítico despertado entre los venezolanos por el magnánimo, generoso y consciente sacrificio de nuestros mártires. No hay diálogo posible sobre los tapetes ensangrentados de las mesas de negociación. Enmascararse tras un testaferro español al servicio de Raúl Castro no logra disimular el intento por entronizar una tiranía. Hic Rhodus, hic salta. Llegó la hora cero. Adelante.