Después de la tragedia siempre hay justicieros que miran de reojo a ver dónde hay una mota.
No estamos preparados para el estupor. Lo sentimos, lo compartimos, nos abrazamos. Y, al cabo, discutimos en medio del estupor; alcanzamos los decibelios de lo ridículo creyendo que estamos en el campo magnético de lo solemne. Y cuando ya se dispersan las lágrimas empezamos a mirar de reojo al prójimo, que en seguida vuelve a ser el diferente, el otro, el enemigo. El que permitió hacerlo, el que lo hizo.
En esa mezcla dramática y cómica a la vez entran políticos, curas y ultratertulianos, una fauna humana, tan española, como la que retrata Paul Preston en el prefacio del escalofriante recuento de la guerra, El holocausto español.
En ese terreno de juego en el que se alterna la apelación a la nobleza con el descenso a los infiernos de lo simple,un cura, por ejemplo, subido al bolardo de su inteligencia, llama comunistas como antes a las alcaldesas que no les ponen, dice él, dificultades a los terroristas. Y ese cura, estolado de verde esperanza, no clama al cielo para que haga justicia, o no tan solo, sino que le da volantes a sus feligreses para que vayan a comisaria a denunciar a aquellas sátrapas, dos mujeres además, tan descuidadas.
Celtiberia en su mejor momento: después de la tragedia siempre hay justicieros que miran de reojo a ver dónde hay una mota. La CUP rompe el tablero institucional, echa al Rey la culpa de no se sabe cuántas satrapías y se desvía de la marcha de dolor como si esa fuera también una gran parada política. Para dejar las cosas en tablas, la alcadesa Colau organiza la marcha de dolor de modo que no se mezclen churras con merinas. Las noticias dicen que ahora el president reflexiona sobre los males que trae lo que ocurre a su andanza política, pero se consuela diciendo que también lo tiene mal el otro. El otro no es Rimbaud, es Rajoy.
Mezquindad, divino tesoro político. Más acá, en el otro lado de la Celtiberia, una destacada política con mando en esta plaza duda de si irá o no a esa marcha popular porque no ha recibido una invitación, se supone que en sobre lacrado como corresponde a los ilustrísimos convocados. Como si fuera un acto en el Liceo o una visita de cortesía al Nou Camp. La Televisión Española, cuando tenía que abrir plano, se quedó con los tres representantes más cercanos del Estado, y obvió a los catalanes cuando se retransmitió el minuto de silencio. Divino descuido terrenal.
Más acá aún: un alcalde de la periferia celtibérica madrileña vuelve a sacar, como el cura, el asunto de los bolardos. La culpa es de, la culpa es de…, hay gente que lleva en su bolso un montón de culpas ajenas. Mientras se sucede ese dime y direte, los terroristas que quedan vivos acuden esposados al juez de la Audiencia Nacional. Y dejan en la mesa del juez más dudas sobre el alcance que pudo tener esa matanza.
Mientras tanto, España es una gran tertulia a la que se suman la Policía, la Guardia Civil y los Mossos. Las fuerzas del orden, tan preciadas, empiezan a lanzarse cristales rotos mientras del extranjero se suceden reproches policiales a los que aquí, al celtibérico modo, responden con dos frases que, aun en catalán, suenan tan españolas: “yo no fui, fuiste tú”. Por fortuna, esta vez no hubo soldados negros de las tertulias echándole la culpa a la ETA. Ya tuvimos bastante.
En este ámbito al que le hubiera faltado un compilador del genio de Luis Carandell se alzó con el trending topic mundial el ya muy famoso mayor de los Mossos, Josep Lluís Trapero, que despachó con una frase empachada de ingenio, “Bueno, pues molt bé, pues adiós”, una discusión sobre idiomas que, por otra parte, tan estúpida y dañina ha sido tanto para la difícil convivencia de las lenguas celtibéricas.
Qué estupor, qué nuevo estupor. Bueno, pues molt bé, pues adiós.