José Domingo Blanco
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Recuerdo que, cuando niño, mi abuela contaba que era una práctica muy común en las familias que cada cierto tiempo sus mamás las torturaran con una cucharada de aceite de ricino. Y si por casualidad, el muchacho se quejaba con frecuencia de dolores de barriga, el ricino estaba más que garantizado. Me parece escuchar la voz de mi abuela diciendo: “dale a ese muchacho un purgante” como solución al malestar estomacal. Esas cosas de antes tan caseras; pero, al final, tan efectivas como tantos otros menjurjes a los que se les tenía mucha fe. Sin embargo, aún no justifico esta rutina sanitaria; pero les puedo asegurar que, era tal la cara de repulsión que ponía mi abuela cuando recordaba el aceite de ricino, que no hacía falta más nada para imaginar que su sabor era espantoso.
Así pasa con algunos remedios: saben mal; pero, hacen bien. Y por qué, se preguntarán ustedes, rememorar una práctica tan nauseabunda, aunque efectiva. Porque, el otro día, luego de ver las noticias y escuchar las declaraciones de algunos dirigentes políticos de las oposiciones y personeros del régimen, apagué el televisor, me tomé unos minutos para digerir las posturas y argumentos que acababa de oír, y lo único que pude imaginar como solución a la grave situación que vivimos los venezolanos es darle al país un poderoso purgante. Uno lo suficientemente fuerte como para que libere a Venezuela de la pandilla de parásitos que la han llevado hasta donde se encuentra en estos días.
Necesitamos un desparasitante que erradique la plaga que se ha instalado en cada uno de los órdenes que subyacen en la nación. Venezuela está llena de parásitos, unos que se han dedicado a hacer lo que mejor saben hacer: desahuciar al huésped, del que extraen la vitalidad que los fortalece. Nos urge purgar al país porque nuestra tierra se adelgaza y se seca con cada nuevo caso de corrupción o trampas mil millonarias que se descubren y quedan impune. Venezuela está enferma y desnutrida. Nuestro país se muere con cada niñito, cuya piel es apenas un pellejito frágil que deja ver sus huesitos. Muere con cada anciano que, al recibir la pensión, se debate entre comprar algo de comida o parte del tratamiento; pero que sabe de antemano que no puede cubrir los dos. Venezuela está grave. Y su diagnóstico no es alentador mientras sigamos dependiendo de un cogollo mafioso, integrado por ambos bandos, que le hace al honor lo que cualquier burdel le hace a la castidad.
En mi imaginación, luego de esta gran e intensa depuración, con una Venezuela en blanco como un lienzo virgen, comenzamos a trazar el destino digno y lleno de progreso que merecemos todos. En el que fortalecemos, con el ejemplo y con la práctica, el comportamiento ético que nos diferencia de los parásitos. Donde la honestidad, el respeto y la integridad no se imponen porque forman parte de nuestra idiosincrasia. No deseo volver a escuchar que los niños de mi país, cuando sean grandes, quieren ser corruptos, enchufados o malandros porque “esos tienen pistolas, mucho billete y buenos carros”. Tenemos que retorcer este paradigma que le acorta la vida a la nación y la catapulta hacía los sitiales de honor, de los peores rankings mundiales.
Sin embargo, pareciera que en estos momentos hay un sentimiento colectivo, en donde pasamos muy rápidamente de unos días y muchas horas intrépidas, a ser un monólogo de brazos cruzados. Pulula entre nosotros un sentimiento de asfixia. Venezuela se encuentra en una especie de abismo, entre la vida que se lleva y la vida que el país quiere llevar. Requerimos líderes que demuestren que nacieron para cambiar el mundo y no para hacer ruido. Líderes que tengan agallas; pero, no para llenarse los bolsillos.
El Cojo Ilustrado, en la edición de enero de 1896, publicó una elocuente frase de Manuel Vicente Romero García que parece que aún no hemos superado: “Venezuela es el país de las nulidades engreídas y las reputaciones consagradas”. Lamentablemente, tengo que reconocer que esta máxima, después de 116 años, sigue teniendo vigencia. Y me hace recordar a muchos políticos que alguna vez entrevisté y que, luego de un rato, se quitaban la careta y reconocían cuánto les gustaba el poder. La vocación de servidor público se mancha cuando lo que mueve sus acciones, es el regocijo que provoca anteceder al apellido el poderoso cargo y las ganancias que le dejará.
¿Pisamos los metros finales de este período de turbulencia socialista -y penosa dictadura- y nos enrumbamos hacia una vigorosa recuperación económica? No, porque para que eso ocurra, antes tenemos que darle al país un cucharón de aceite de ricino.