Hugh Hefner y los años 70: un amigo perdido, una hija muy lista y el pene de oro de Roman Polanski

Peculia non olet, el dinero no huele. Quien supiera decir latinajos como Roman Polanski, que alguna vez se asoció a Playboy para hacer películas. Sus memorias están llenas de páginas un poco tediosas sobre sus dificultades para encontrar financiación y, en una de esas, apareció Playboy Productions. En una entrevista le preguntaron que qué pintaba la compañía del conejito en los créditos de Macbeth (1972) y Polanski contestó con eso del olor del dinero. Victor Lownes, el interlocutor de Polanski en Playboy, se tomó mal la broma y, como gesto de desagravio, devolvió al director polaco un regalo suyo (y de Sharon Tate) que guardaba en su casa: una escultura de oro, con forma de pene, con tamaño de pene, también, y que quizá, sólo quizá, fuera la reproducción del pene de Polanski. El cineasta donó la escultura para que fuese subastada a beneficio de la caridad y ¿quién pujó por ella? Victor Lownes.

Lownes era el reflejo en el espejo de Hefner, otro galán ocioso y sofisticado que vivía dudosamente en Chicago. Acompañó a Hefner en su despegue, se convirtió en su virrey en Londres, hizo muchísimo dinero para la compañía en el negocio del juego, produjo la primera película de los Monty Python (acabaron a patadas) y, después, se convirtió en el chivo expiatorio de un fraude en el juego que casi termina con la compañía en los años 70. Lownes cayó en desgracia, escribió unas memorias llenas de resentimiento y murió este mismo año, nueve meses antes de que cayera Hugh.

Después del desastre que causó Lownes, la compañía Playboy pasó de un resultado de 32 millones de dólares anuales de beneficios a unas pérdidas de 52 millones. El gran símbolo de aquel desastre fue la venta del avión Boeing DC9 que había dado vida a las juergas de Hefner y compañía. Esta vez, el comprador fue el Gobierno de Venezuela, que pintó la bandera tricolor sobre el logotipo del conejito y Hefner tuvo que resignarse a viajar en vuelos regulares.

En uno de esos vuelos humillantes, en 1976, Hefner viajó a Nueva York para reinaugurar el Playboy Club de Manhattan. Y allí descubrió el tesoro que iba a salvar a su compañía: Los asistentes al acto, incluidos los periodistas, sólo tenían ojos para Christie, la hija veinteañera del empresario que trabajaba con su séquito como meritoria de relaciones públicas. Ahí empezó el ascenso de la heredera.

Hay un largo reportaje de Gay Talese sobre la historia de los Hefner. Por allí aparece Christie como una presencia turbadora en la historia de la familia. Sus padres se habían separado cuando era una niña, había crecido casi como una desconocida para su padre (incluso renunció durante algunos años a su apellido por el de su padrastro) y sólo en la universidad había retomado un contacto más frecuente. Su expediente era brillante, su formación progresista, estaba en la espuma del feminismo, gustaba al público y tenía decisión. A partir de 1976, Christine empezó a foguearse para el papel de heredera. En 1980, ya aparecía en las revistas retratada como la jefa. Se suponía entonces que la revista sería el coto de Hugh; los negocios, el asunto de Christie, que se describía como feminista. Talese sugería padre e hija jugaban a la ambigüedad en sus relaciones, entre el amor filial y el coqueteo romántico. No daba muchas más explicaciones.

Duró en el puesto hasta 2009 y salió de la compañía por decisión propia. Nunca cumplió con la promesa implícita de convertir ‘Playboy’ en otra cosa, en el altavoz de la liberación sexual.

Fuente: El Mundo España

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