LA REVOLUCIÓN FRENTE AL ESPEJO
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Hablar de Venezuela es hablar del cielo y del infierno. Del primero, porque lo tiene todo para materializar, si se sabe cómo, el Paraíso. Del segundo, gracias a ejecutorias que encendieron las calderas del Diablo, es decir, el lado más oscuro del quehacer político irresponsable.
Hay que ser honestos hasta el dolor. Cierta izquierda venezolana, a la sazón fósil de los sesenta, alimentó sin pudor el carácter mesiánico del líder del Socialismo del Siglo XXI, quien sustentado en el carisma, en la religión laica que promovía y sobre los hombros de empresarios de cortísima visión política, llegó a Miraflores montado en una ola de popularidad impresionante. La revolución aparecería en el escenario a través de los votos y era cuestión de tiempo: la ruina de las instituciones democráticas, desde la democracia misma, estaba cantada.
El resto es parte de una historia conocida. La revolución bolivariana -así, en minúsculas- se tragó a sus hijos, fagocitó las estructuras fundamentales del país, intentó crear un imaginario heroico cuya narrativa iniciaba y finalizaba en ella misma, todo aderezado con la retórica estéril de un izquierdismo trasnochado que, como dijera el buen Petkoff, ni olvida ni aprende, en esencia porque la capacidad de construir algo bueno, el talante romántico, la trayectoria violenta como elemento partero de la historia, la aventura guerrillera previa a la toma del cielo por asalto y, en fin, la narrativa mitológica tan cara a determinadas hazañas para que puedan ser hazañas, brillaron siempre por su ausencia.
Saturados de dólares por el crecimiento astronómico en los precios del oro negro, los hombres de la revolución se frotaron las manos y chasquearon los dedos. Al primer chasquido expropiaron, confiscaron, arrebataron. Al segundo fabricaron ilusiones en función de las apetencias de quienes eran capaces de votar. Aún no era necesario trampear, desconocer candidaturas, usar las armas de la República como garrote personal. El dinero iba y venía a manos llenas, entraba en escena como la vedette que se sabe indispensable. Al tercero tronaron los fusiles. Cuando los platos volaron en pedazos, cuando hubo que recoger los vidrios rotos, metáfora de una realidad inocultable, se hizo necesario contener la rabia, el desencanto, el estupor, la sensación de engaño y resaca instalada en todo un país. Entonces las balas llovieron a mansalva.
A estas horas parece llegar a su fin el disparate que ha reinado en Venezuela durante dos décadas. Sin embargo, la desgracia de este pueblo, el hecho de que un puñado de criminales usufructe un poder que nadie le ha otorgado, trasciende el plano militar y va más allá del carisma exacerbado de un caudillo felón. Para decirlo de una buena vez: la izquierda en Venezuela, salvo honrosas excepciones -que las hay-, jugó con fuego y se quemó. Junto con las locuras del santón mayor, esa izquierda fue incapaz de mirar el horizonte a un palmo de sus tupidas narices. Generó crispación, produjo división, polarización extrema, odios de mil pelajes, hasta resquebrajar las bases de una nación que, con sus defectos y virtudes, había sido hasta hace poco ejemplo de convivencia ciudadana en la diversidad.
La etapa inmediatamente anterior a la explosión del desastre fue una marcada por el relumbrón petrolero, es cierto, y hasta ahí nada nuevo en nuestras sociedades monoproductoras: cuando abundan los recursos hay fiesta y hay piñata, hasta que el período de vacas flacas cae como un peñasco para destrozar el espejismo. El ciclo histórico es harto conocido así que no vale la pena repetirlo aquí. Pero cabe resaltar una y otra vez, para que no se olvide, el ingrediente clave al momento de los balances. Antes de que a los gobernantes venezolanos la dinamita les estallara en plena cara, buena parte de la izquierda carnívora del país -uso aquí la nomenclatura de Carlos Alberto Montaner- hizo de la suyas. Preguntémonos: ¿por qué llegó la gente en Venezuela a polarizarse de esa manera? ¿Por qué un sector social, arengado por irresponsables, se sintió dueño y señor de la verdad, del futuro, de los hilos que nos acercan a la felicidad o lo contrario?, y finalmente, ¿por qué razones estos individuos se creyeron nada menos que en brazos de la razón, de la justicia y de la historia? Es verdad que quienes gobernaron hasta ahora tienen las manos llenas de sangre. Violaron sistemáticamente derechos humanos, reprimieron, asesinaron, robaron. Pero también es evidente que un grueso espectro de esta izquierda, envalentonada, ayudó a destapar las consabidas cañerías del odio y, error imperdonable, vio para otro lado cuando la bota pisoteaba y los cimientos de la República crujían anunciando lo que llegaría.
Y hay quienes aún hoy continúan en silencio frente a lo anterior. Intelectuales y gente de la cultura, por ejemplo, actúan ni más ni menos que como los reaccionarios que siempre criticaron. A estas alturas no reconocen su error y mucho menos parecieran estar dispuestos a celebrar el sano y necesario acto de contrición, a erigir su particular mea culpa sustentados en la rectificación y el encuentro con el país que por cobardía, ceguera o interés convalidaron en su devastación. Si la Venezuela del presente vive una tragedia que lacera sus entrañas, recordemos que el infierno estuvo aquí no por simple arte de magia. Fraguar una revolución, ésta que se empina sobre fundamentalismos de variada índole y cuya religión encumbra en sus altares a demagogos, populistas, enfermos y delirantes sin redención, supone siempre la fractura de la democracia. Equivale a desmontarla de pe a pa, como lo hicieron Chávez y sus adláteres, labor de dinamiteros que pide a gritos cómplices y enterradores sin ápice de escrúpulos.
La revolución que la izquierda en su inmensa mayoría intentó erigir tenía los pies de barro. Y los tenía por el sencillo hecho de creerse dueña indiscutible del hoy y del mañana. Ya lo decía Karl Popper, palabras más, palabras menos: la verdad no es única, ni inamovible, ni siempre la posees sólo tú. La verdad es un constructo que se levanta de a poco, con tropiezos, equivocaciones, avances y retrocesos. La revolución bolivariana -mantengamos las minúsculas-, que ni fue revolución ni fue bolivariana, llenó el formulario de los sinsentidos y desató los demonios con los que es mejor no andarse acurrucando: violencia, incordio, resentimiento, cosificación del otro. Maduro, Cabello, William Saab, Padrino López, los hermanos Rodríguez y el resto de la cofradía asesina seguramente tiene ahora mismo los días contados en el poder. Su tiempo como eunucos de alma, como mandones de una propiedad llamada Venezuela se acaba. La cárcel es el horizonte que los abrigará pronto. Mientras, toca ahora plantarse ante el espejo hecho pedazos y recoger los trozos, unir, mirar hacia el futuro para comenzar a rehacer la democracia. No hay otro camino posible.