De la esperanza entre los antiguos griegos
por
Mariano Nava Contreras
Twitter: @MarianoNava
Ante tantas cosas que nos están sucediendo por estos días recordé las ganas que tenía desde hace tiempo de hacer una revisión del concepto de esperanza en la literatura de los antiguos griegos, ahora que parece que se ha dignado volver a estar entre nosotros los venezolanos.
Como se sabe, la palabra castellana “esperanza” no es de origen griego, sino que, como la inmensa mayoría de nuestras palabras, procede del latín, del término latino spes. La palabra griega para nombrar la esperanza es elpís, que aparece ya en los primeros poemas griegos y continúa casi sin cambios en el griego de nuestros días: elpída. “No te engañes, no digas que fue un sueño. No aceptes tales vanas esperanzas”, mátaies elpídes, dice Kavafis en El dios abandona a Antonio, usando la misma palabra que Homero dos mil años antes.
En el canto XVI de la Odisea el héroe llega por fin a Ítaca. Allí, disfrazado de mendigo, dice a su fiel amigo Eumeo, que no lo ha reconocido: “aún queda la esperanza de que Odiseo pueda regresar”. El rey pretende engañarlo. No le conviene que todavía se sepa su regreso, pero sí le interesa conocer las reacciones que tendrían sus súbditos ante la posibilidad de que esto ocurra. Mientras, a otro rey que regresa de Troya, Agamenón, en la tragedia homónima de Esquilo, también le aguardan algunos con ilusión. El heraldo que anuncia su llegada confiesa jubiloso: “¡Se me ha cumplido una esperanza entre otras tantas que me fallaron!”. Ya sabemos que, lamentablemente, no fue igual la bienvenida para uno que para el otro, sino todo lo contrario, pero a ambos se les aguardaba con esperanza. Por su parte Píndaro, siempre más profundo y solemne, afirma en la Pítica II que “dios consigue toda meta según sus propias esperanzas”, como para explicarnos que los límites de la divinidad son sus propios anhelos. También los dioses, para Píndaro, comparten con nosotros este sentimiento.
Los griegos, tan visuales y figurativos, pensaron que la Esperanza era hija de la Noche (Nyx) y madre de la Fama (Fême). La representaron como una mujer joven que lleva flores o una cornucopia (símbolo de la riqueza) en su mano derecha, mientras que con la izquierda hace ademán de levantarse la falda. De esta manera tan elocuente todavía aparece representada en una moneda tardía, un tetradracma de bronce acuñado en Alejandría en el siglo III para conmemorar el primer aniversario del reinado de Dioclesiano.
Pero es en los Trabajos y días, poema escrito unos mil años antes, donde se narra el gran mito en que aparece la esperanza. Hesíodo cuenta allí la historia de la trampa que le tendió el titán Prometeo a Zeus, con el objeto de robarle el fuego y dárselo a los mortales. Zeus, enfurecido, tramó entonces una terrible venganza contra los hombres: ordenó a Hefesto que modelara en barro la figura de una hermosísima doncella a la que Afrodita dio todas sus gracias, Atenea enseñó sus labores y Hermes “dotó de una mente cínica y un carácter voluble”, “mentiras en el pecho y palabras seductoras”. A esta bellísima mujer le dieron por nombre Pandora, que en griego significa “todos los regalos”. Esto porque traía un ánfora de barro (no una caja, como después ha querido la tradición popular) lleno de engañosos regalos de todos los dioses, los cuales, en realidad, eran más bien males con que perjudicar a los hombres.
Temeroso de la venganza de Zeus, Prometeo había pedido a su hermano Epimeteo que no aceptara ningún regalo de los dioses. Sin embargo, al ver aquella irresistible doncella, Epimeteo olvidó las advertencias de su hermano y aceptó el engañoso regalo. Entonces Pandora abrió la tapa del ánfora que traía y salieron de ella todo tipo de males que se diseminaron por el mundo, calamidades, bajas pasiones, pestes y enfermedades, “procurando a los hombres lamentables inquietudes”. Epimeteo, recordando la advertencia de su hermano, se apresuró a tapar de nuevo el ánfora, aunque ya tarde. Por eso solo la esperanza fue lo único que no pudo salir, quedando atrapada en su interior.
Muchos de los elementos del mito de Pandora se repiten con sospechosa insistencia en casi todas las mitologías del Mediterráneo oriental, desde las sagas egipcias al Poema del Gilgamesh. También en el libro del Génesis, Adán es modelado a partir del barro, y Eva, la primera mujer, es culpada de los males que aquejan a la humanidad. Es sin embargo el papel de la esperanza lo que ha intrigado durante años a los helenistas estudiosos del texto de Hesíodo, al punto de haberse convertido en una de las controversias filológicas más antiguas a la vez que enconadas. ¿Por qué la esperanza es lo único que queda atrapado en el ánfora? ¿Por qué se trata del único bien que envían los dioses, mezclado con todos los males? ¿Es realmente la esperanza un bien?
Con ambigua determinación el poeta nunca lo aclara. Tal vez quiso decirnos que la esperanza no quería mezclarse con los males, y por eso prefirió quedarse a salvo, resguardada en el interior del ánfora que llevaba aquella hermosísima aunque nefasta doncella. O todo lo contrario, que la esperanza viene siempre acompañando los males, pero prefiere tomarse su tiempo antes de salir a remediarlos. Quizás Hesíodo quiso que la esperanza deseara quedarse adentro, en lo más profundo, como para decirnos que es allí donde debe permanecer, en lo más íntimo y recóndito de cada uno de nosotros, sin terminar de decidirse a salir, pues ya entonces dejaría de ser esperanza. O tal vez prefirió que nosotros, en la posteridad, sintiéramos y pensáramos lo que nos viniera en gana, siempre según el tamaño y la razón del mal que nos aqueje, con tal de que tengamos por cierto que la esperanza siempre estará allí, guardada, en algún lugar del interior de algo, latente. Quién sabe. Cosas de poetas.