LA INTELIGENCIA COMO UN DOLOR DE MUELAS

por

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

 

Enciendes la tele o la radio, te das una vuelta por la cuadra, escuchas cierto murmullo en la mesa contigua a la que ocupas y dices hay que ver cómo está el patio. Y el patio, lo descubres cada vez que pones patitas en la calle, termina siendo músicas a toda pasta, turistas cámara al pescuezo para la foto de la estatua que aparece en los folletos y gente con el chicle a punto, rascándose los huevos en cualquier esquina.

Si lo anterior te cubre de cabo a rabo, suma y sigue. En mis cuentas entra de cajón el tipo que quiere ser inteligente, para remate no sólo dispuesto a restregarte lo listo que es a quemarropa sino a mantenerlo desplegado, como un pavo real del intelecto, las putas veces que se te ponga enfrente.

Imagino que cualquiera desea serlo. Inteligente, digo. Pero una cosa es eso, anhelar cierta condición como algo natural y necesario y otra la patética intención de hacer ver, de mostrar, de soplar al cuello de los otros tu talento (real o no), tu capacidad de ser muy pilas (falsa o verdadera), tu encarnación del lince que todos deben conocer, apreciar, envidiar en sus fueros más profundos.

Entonces basta poner un pie en las aceras para darte de bruces con semejantes personajes. Juro por todos los dioses que su número es directamente proporcional a la estupidez que hace mella en nosotros, con la facilidad del cuchillo atravesando la manteca. Frente a tales fenómenos saco mis pistolas: si el asunto toma el cariz que a todas luces pulula, pues abajo las neuronas, las circunvoluciones cerebrales, el coeficiente intelectual y demás pseudoindicadores parecidos. Estos bichos se metieron entre ceja y ceja que ser inteligente es el numerito que les tocó a rajatabla en la lotería de las cabezas súper amobladas, de modo que resulta urgente espantarlos, darles con la punta de la bota en la espinilla, mandar al diablo tanta pelotudez empaquetada en un ego como el de Maradona.

Como si ser inteligente fuese el único horizonte. Como si la inteligencia, esa masa informe, extraña, gelatinosa y tantas veces esquiva implicara un fin y no apenas el medio. He conocido brutos redomados sumamente listos y lumbreras andantes, verdaderos asnos por la línea del medio. Jumentos de pe a pa que los ves y no lo crees. Me saca de las casillas el cretino que frunce el ceño y se sostiene en ademán de genio el mentón con la mano izquierda, para soltar con airecillo superior la voz en plan aquí estoy mira qué maravilla y pretender pontificado neuronal con pies de vidrio o barro. Estamos hasta las narices de individuos fagocitados por una creencia, la de que son la última Coca Cola en el erial de nosotros, pobres mentes coloquiales mondas y lirondas.

En la panadería están, en las salas de espera de los hospitales, en el autobús, en la academia, en la reunión de padres y representantes de tu hijo, en el bar, en el salón de clases, en las farmacias y también en los burdeles. Como de infecciones parecidas casi que no hay lugar a salvo decides darte unas vacaciones, alejarte, procurarte la asepsia que supone el mar, las olas, el cielo estrellado de sus noches. En esas andas cuando echado en la tumbona miras de reojo el libro que lee un señor gordo a dos metros de ti: “Cómo ser inteligente en diez lecciones”. Y ahí acaba el asunto. Ahí coges tu cerveza y te largas en silencio, para no volver jamás.

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