LAS PIERNAS DE ESA SEÑORA

por

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

 

La anatomía humana se luce en las piernas de una mujer. Salir a la calle supone en ocasiones sentarse a contemplar, y hacerlo es en mi caso darme de frente con la estética femenina traducida en carne y huesos. Que unas piernas, cruzadas o no, erguidas o no, bronceadas o no, lleven el enigma a cuestas, existan con la música de fondo que más se parece a una nota de violoncello, a un solo de trompeta, a una descarga de piano, hace que el hecho simple de observarlas, de verlas pasar, cobre ribetes casi místicos a la espera del verde en el semáforo.

Basta salir a la calle y morir arrollado por las piernas de Sheila o de Laura en el mercado, a un paso del parque al que te diriges con tus hijos, a dos metros de tu turno para usar el cajero del banco, y entonces te das cuenta, la seguridad de que existe el Paraíso te agarra por el cuello mientras Laura ríe a sus anchas y Sheila continúa su andar como si nada. La otra vez me senté en una esquina de la plaza y columnas troncocónicas embutidas en sandalias y a veces en zapatos altos me llevaron a la Atenas de Pericles. Las piernas de una mujer tienen mucho de grecolatinas, la verdad sea dicha, y quien ose dudarlo nada más échele un vistazo a las esculturas de Fidias para comprobarlo. Hay que ver, él pone su firma a diestra y a siniestra.

En esos monumentos griegos que son las piernas de una mujer en su vaivén está la piel al aire libre, o el nailon de unas medias que terminan allá arriba, en plenos muslos, o el jean mágico que todo lo acomoda, cómplice mayor, celestino irremplazable entre quienes juegan a la tentación en tierras de Afrodita. Sales a la calle, subes por la avenida tal, doblas a la izquierda, y ya en ese trayecto la pasarela que es esta ciudad alborotó hormonas y latidos, prescribió colirios, inventó imágenes arrolladoras como un tsunami desde el pulgar del pie derecho hasta la ingle. Entras al primer café que se atraviesa en tu camino, vas directo a tu atalaya, pides el americano, pides agua mineral, pides el periódico del día, entonces lees con inocencia lo que puedes y al apartar los ojos del papel la película es Fellini, la escena es Sophia Loren con las piernas al acecho mientras Mastroianni aúlla como lobo miserable. Sales a la calle y caminas en un campo minado, sales a la calle y te cubres por completo de peligro. No hay escapatoria.

Lleno un cuestionario y me preguntan si tengo interés por cuestiones de avanzada, si comparto ideas o simpatías con movimientos literarios, ecológicos, políticos o culinarios. Blablablá. Respondo en una ráfaga que mientras siga en esta calle y vagabundee por la calzada, el único movimiento que me atrapa es el de las caderas de una dama. Basta la película que se desarrolla enfrente, disfruto un mundo metido de cabeza en ella. Suficiente con el erotismo desbocado en una esquina cualquiera.

 

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