UN FLÂNEUR EN PLENA CASA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Ya sabes, es un término que en francés da cuenta del hecho de pasear. Pero no un paseo cualquiera sino todo lo contrario: sales a la calle y ésta se transforma en el Jardín del Edén a propósito de contemplar, de descubrir a cada paso y cada cuadra el escenario cambiante de una urbe que descifras, asimilas y disfrutas con renovado asombro e intención.

    El confinamiento ha hecho de las suyas. Jamás hubiera sospechado que nos tocaría vivir como peces en acuario durante un tiempo que va siendo demasiado. Del teletrabajo a la literatura, de la novela de Roth a la ventana, de la ventana al gabinete donde está la cafetera, de la cafetera a la taza y al sillón, del sillón a darle vueltas a cuanto sueño nunca se te habría ocurrido, y así.

    Hasta que me convertí en lo que soy hoy: flâneur en plena cuarentena.  Ni un teórico como Walter Benjamin, que escribió un tratado peliagudo sobre la cuestión, ni el bueno de Baudelaire, especialista en vagar por las aceras, ni Georg Simmel, alemán que rebanó sus sesos para dar en el clavo y exorcizar la magia de la flânerie, ninguno, en lo absoluto ninguno consideró que el asunto podría también llevarse a cabo de la calle para acá, es decir, puertas adentro y con la carga intacta de hallazgos semiológicos, de códigos despanzurrados, de simplicidad contemplativa en función de ciertas caminatas que te da por emprender en días normales y a una hora cualquiera.

    Entonces, de pronto estos espacios terminaron por abrirse, por verse de frente con la esponja que voy siendo entre puestas en escena de lo más pintorescas, fabulosas sin duda, muy próximas a lo que entiendo por caricias. El encierro como lomo de gato listo para el mimo, la mano que eres tú deslizándose sobre el pelaje sumergido en ronroneos.

    Como paseante en bulevar ando por las zonas de la casa: alguna callejuela o la vereda que te lleva a ningún sitio, algún pasadizo que termina en algo no pensado, lugares que miras otra vez con los ojos hartos de sorpresa.  El placer de deambular te coge por el cuello, te retuerce y ahí están: nuevos colores, nuevas sensaciones, un olor a madreselva que ni en el reino de lo onírico llegaste a vislumbrar. La sala de mi casa es una sala y es un puñado de otras cosas. La sala de mi casa guarda en las entrañas cierto parecido con ciudades medievales, un todo prefijado por murallas, por ventanas como torres, por paredes límite de una geografía bien cartografiada. Y una puerta principal que asimismo es puente levadizo.

    El Medioevo transita hacia lo contemporáneo gracias al pasillo semiiluminado que lleva a la cocina. Una cocina que se respete es el non plus ultra de la modernidad, con máquinas llenas de interruptores, aparatos que baten, trituran o muelen, amasijos de hierro capaces de colar café, escupir un macciato, tener lista en segundos la papilla para el nene y arrojar hielo en cubitos.

    Pasear por la casa es darse un encontronazo con cuanto no tuviste entre tus planes. Apoltronado, enciendes el tabaco mientras yaces sobre el asiento principal del baño y luego, finalizado el rito de la transferencia, caminas como si nada por la senda que te deposita en una habitación contigua. Ahí respiras a gusto, contemplas a placer, redescubres el lazo invisible que une la cama, la almohada, el sueño y las profundidades del yo con el cuadro surrealista que luce en las paredes de la sala.

    Sigues, abandonas esa estancia para abalanzarte a la despensa, un depósito en el que objetos abrazados con las telarañas -una silla ahora inservible, un reloj cucú desvencijado- juegan al gato y al ratón con la memoria. El paisaje renovado de rincones, muebles, plantas y sofás hace las veces de urbe contenida en cien metros cuadrados. Eres un paseante y marcas tus pisadas en el viaje al fondo de tantas botellas viejas. Pelas la cebolla y allá en el centro reapareces con la cara muy lavada, con esa expresión lela de quien va a lomo de unicornios, serendipias, caminante sin brújula por los resquicios del hogar.

    “Salir cuando nada te obliga y seguir tu inspiración, como si el solo hecho de torcer a derecha o a izquierda fuera en sí mismo un acto esencialmente poético”, escribió Walter Benjamin. Y eso haces, de la sala al baño y de ahí hasta la cocina, pasando por tu habitación, recorres la ciudad, cuatro paredes y un techo donde llora el crío, suena el timbre, duerme el perro encima del cojín mientras tú, feliz y emocionado, creas un universo paralelo.

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