EL RUIDO DE LA NEVERA
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Hay gente extraña que busca el silencio como Proust el tiempo perdido. No podría afirmar desde cuándo, pero llevo una punta de años sin saber en qué consiste semejante andanza. ¿Qué implica tamaña búsqueda? Olvidé, si es que existió, el día en que disfruté de él, de modo que no señor, a partir de cierto instante me dio por hurgar en espacios menos místicos y mucho más concretos.
Claro, puedo asegurar que también quise hallarlo de mil maneras diferentes. Sospechaba -era un adolescente en ese entonces- que darse de bruces con semejante realidad permitiría albergar algún estado, de espíritu, de mente y de cuerpo, a tono con otros acordes, escondidos casi siempre tras las paredes del bullicio cotidiano.
Pero hasta ahí. Mis buenas intenciones acabaron por colaborar en el empedrado de los caminos que llevan al cielo. Así que dije basta y con los años, de a poco, hallé la fuente de la felicidad, de la alegría contante y sonante, del aquí y ahora trocado en equilibrio, en armonía que olvídate de yogas, respiración trascendental, psicomagias y demás inventos parecidos.
Contrarios al silencio, existen sonidos de sonidos y sí, entre ellos algunos que llamamos ruidos, a los que es preciso poner de patitas en la calle con urgencia. Equivocación de cabo a rabo, por supuesto. En la trayectoria que emprendí hallé ruidos que al darles la vuelta, como guantes que dejas al revés, son la melodía perfecta, la nota exacta que faltaba, algo parecido al contenido acariciante metido en cierto continente que poco a poco vislumbras en su dimensión reveladora. Maravilla por donde lo mires.
Vamos a ver, si estoy trabajando la música resulta un suplicio. O la escucho o me dedico a las tareas, pero nada de las dos cosas a la vez, por la razón sencilla de que no acabaría ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario. Punto. Lo mismo vale para hilos musicales en el ascensor, en el restaurante o en los grandes almacenes, e igualito para el murmullo del mar -taladro en plena nuca-, del viento colándose por el follaje, del canario aburrido en medio de su jaula. Buscar silencios ante monotonías tan afines y desesperantes, dime tú si no, es terminar catapultado a orillas de la demencia, de manera que olvídenlo, conmigo no cuenten para eso.
Entonces di en el clavo, probé de un trago la dulce condición de la palabra eureka. Descubrí el ruido de la nevera, por ejemplo. Para cualquiera es el equivalente de un odioso moscardón revoloteando sobre la cabeza, pero créeme que nada menos ajeno a la certeza. La paz que desprende el aparato a las dos de la tarde, colgada del monótono zumbido, no tiene comparación a la hora de entrar en ámbitos de concordia, quietud y sosiego. Un sonido que te baña en aguas de armonía selladas por los cuatro costados.
Piensa en el ruido de los carros cruzando la avenida a todo tren desde tu habitación al despertar, ruido que conoces desde niño. Dime que no es ícono de hogar, un modo capaz de hacerte sentir en casa, de extrañarla si lo que oyes te ocurre en otras geografías. En fin. La verdad sea dicha: no podría vivir a estas alturas sin el ruido de la nevera, sin el rugido de un tubo de escape roto bajo mi ventana, sin el pitazo del timbre en la puerta cada vez que intento concentrarme en algo. Música para los oídos, qué duda cabe. Cuánto valoro hallazgos como ésos.
Decía arriba que hay gente extraña que se pasa la vida en busca del silencio. Yo, lo que soy yo, me quedo con los ruidos plácidos, eufónicos -doy otro ejemplo ahora mismo- de la lavadora. Mientras rasguño esta página en una tarde como otras ella y la modorra forman un dúo que te canta en las orejas. Mi lavadora en el lugar de siempre, la nevera un poco hacia la izquierda, entre gabinete y gabinete ambas exhalan melodía y serenidad de forma equivalente. Quién iba siquiera a imaginarlo. A ver, quién lo hubiera apenas sospechado.