DE EXILIOS Y OTRAS REALIDADES
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Créeme que estoy hasta las narices. Escucho, leo, veo a gente que desde Venezuela juzga como le venga en gana a esos que se fueron, que ya no viven en el Zulia, Aragua o Carabobo. Sobre los hombros de una moral de pacotilla el inquisidor pretende silencio, mutis subordinado a la vara con que mide opiniones, puntos de vista, formas de entender la realidad.
Formas de entender la realidad, por supuesto, cuyos fundamentos nacen de premisas falsas. Disparates sembrados entre ceja y ceja, consolidados al punto de construir un desvarío. Tengo la certeza de que condenar a quienes se marcharon a no opinar sobre cuestiones políticas -si la opinión, claro, no coincide al pelo con lo que piensa el verdugo- ocurre porque quien ya no permanece en tierra desolada debe estar feliz allá lejos, entre caprichos y complacencias, entre vino y miel, entre un maná de circunstancias rosaditas, lindas, que nada más permiten estimaciones delirantes sobre el país que quedó atrás, equivocadas siempre, todo patinando sobre rieles de comodidad, bonanza y bostezo felino luego del platico con la leche y la siestita en el cojín.
Al diablo todos, al carajo por dos razones esenciales. La primera: quien coge sus peroles y se va, debido al móvil que le salga de las pelotas, ten por seguro que debe tenerlas bien puestas. Irse, eso que llaman emigrar, implica una carga de incertidumbre que te carcome el alma y las meninges. ¿Quién te ha dicho, colmo de la memez, que buscarse la vida en Buenos Aires, Madrid, Quito o Ciudad de México es un chiste? ¿De dónde sacas que por el hecho de llegar a Panamá y decir hola buenas, por aquí fumeo, ya estás listo, arreglado, sin problemas? La segunda: todo exilio, para que lo sepas, equivale a añoranzas, tristezas, rupturas, extrañamientos. Decirle chao a tu mundo es cometer un acto de valentía por la razón sencilla de que adonde te fuiste no tienes probablemente conocidos, te manejas en un medio incierto, te preguntas a cada instante cómo será tu vida y la de tu familia en una semana, en unos meses o al año siguiente. Largarse, vivir lejos, no es el lecho de flores que ciertos personajillos requetejuran. Debes luchar a brazo partido si quieres respirar, labrarte un camino junto a los tuyos, y a veces ni así. Mudarse a tierras extrañas parece pan comido para un montón de cretinos, francotiradores de cierta moral postiza, hipócrita y artificialmente asumida, dispuestos a silenciarte desde el púlpito erigido en función de sus carencias, encono y pequeñez. Sí, de eso ando hasta las narices.
Lo que soy yo, he corrido con suerte. Ecuador fue desde el primer segundo un lugar para las buenas sorpresas, el trabajo creador y la amistad expuesta como racimo de flores. La Pontificia Universidad Católica y mis colegas, hermanos en el día a día de la academia, en el quehacer cuyo punto de fuga va a parar en proyectos, esperanzas, sueños para lo bueno y lo encomiable, son remanso de tranquilidad para el espíritu y mejores prácticas a la hora de pensar, de solucionar, de concebir al otro como fundamento de cuanto pretende edificarse. Pero no te quepa duda, emigrar, todas las veces, exige cojones, fuerza de voluntad, arrojo por los cuatro costados y la férrea certidumbre de que llevar a cabo lo que haces terminará en bienhechuría a mediano y largo plazo. Así que no me vengan, despachadores de apotegmas y jueces de móviles pigmeos, con el ruin argumento tatuado en la serie de chasquidos que oigo aquí y allá como mantra roñoso para excluir, neutralizar, desmerecer.
Como soy venezolano, así viva en Cabudare o en Helsinki, pienso, opino, expreso lo que me salga de la entrepierna a propósito de mi país. Lo demás es chatura, cortedad de alma, escupitajo de jaurías listas para despedazar a quienes digan B cuando ellas pronunciaron A. Conmigo no cuenten para complacerlas.