ELOGIO DE LA VIDA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    En abril murió mi madre. Se fue en paz, a los noventa y cinco años y en su cama. Cuando era niño tuve la fortuna de bañarme de felicidad abrazado a ella y ahora vuelvo a esos tiempos desde el pozo al que vamos a parar cuando ciertos zarpazos caen de lleno.

    Así como la felicidad consiste en buscar hacia adentro, supone de igual modo aprendizaje. A ser feliz se aprende, sin duda alguna, de modo que frente a semejante trance puedes o no tener maestros. Yo los tuve, así que hoy extiendo desde la memoria los brazos hasta aquellos días: mi padre, mi madre ahí, en lección de vida.

    Entonces pasaron los años, otros tonos y matices atravesaron épocas que nos hacen mejores o peores y también de su mano llegué a tener conciencia de los grises. Estos días he rememorado escenas de nuestra película vivida a fuego lento, la que hace un mes todavía protagonizábamos, asunto que me llega en aluvión, en golpes de remembranzas, de sonrisas o de angustias o de anhelos, pero todas las veces bajo el mantra fabuloso de saberme hijo, de sentirla madre.

    Cuesta, cuesta pasar del hoy al fue. Es muy difícil, por ejemplo, echar mano del lenguaje para trastocar el presente de indicativo y convertirlo en pretérito perfecto. Lo viví con mi padre hace una punta de años y ahora se repite. Es extraño, doloroso, amargo. Quedan en medio relojes destrozados y el silencio que hace de las suyas mientras una llovizna gris cubre las cosas.

    Me doy cuenta de que la tristeza guarda un lado hermoso y me percato de que esto también fue su enseñanza. Qué bueno corroborarlo, qué asunto crucial haberlo aprendido en su momento. Amar la alegría es fabuloso, ¿quién pude negarlo?, pero amar su contraparte lleva sobre las espaldas una carga que te exige sacar cuentas, poner el dedo en ciertas llagas, acariciar muchas espinas y dar por hecho que de igual manera cabe ahí parte de lo que vas siendo.

    Gracias a mi madre di conmigo. Me regaló espacios para encontrarme desde aristas que hice mías poco a poco. Tropecé, me equivoqué, a veces alcé los brazos y canté victoria. ¿Qué más podría pedir? Y tuve además el privilegio de decir te amo y dar las gracias. Cierro los ojos y allá estoy, en el colegio. Me viene a la memoria un niño entre sábanas, con fiebre y asma y ella agarrándome las manos. Regreso al ayer y caminamos con paso lento por la plaza. Sigo con los ojos cerrados hasta que entramos a un circo de pueblo. Tomamos asiento: luces, payasos, algodón de azúcar, simios amaestrados en la Upata de mi infancia. Vamos a una librería, a una heladería, vamos a misa, vamos al cine Principal. Con los ojos cerrados recuerdo y me riñe, algo hice para merecerlo.

    Mi madre aquí y ahora capaz de sacarle la lengua a tantas cosas. Mi madre, elogio de la vida antes y después y qué maravilla que así sea.

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