LA ÍTACA QUE LLEVAS DENTRO

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Desde que salí de Venezuela, hace cinco años, he pensado muchas veces en el viaje, es decir, en el camino que empieza en mi lugar de origen y acaba en ese otro que después de un tiempo se convierte en casa.   

    Ecuador va siendo la morada que me abrió los brazos mientras llegaba con mil incógnitas sobre el presente y toda la incertidumbre en función del porvenir. La palabra exilio, que jamás antes pronuncié en tanto forma de vida, de vez en cuando se presenta  para reflexionar al respecto. Entonces me pregunto si soy o no un exiliado o si nada más vivo en este país entrañable porque obtuve un lugar como profesor universitario.

    Si un exiliado es quien pasa las horas y los días rasgándose las vestiduras por la realidad impuesta que atraviesa, estoy lejos  de semejante escenario.  Irme de Venezuela fue una decisión tomada sobre la base de un estado de cosas que con el paso del tiempo sabía que iría a peor, de modo que opté por lo sensato para mí y mi familia: procurarnos un futuro menos incierto. Ahora bien, lo llevé a cabo a voluntad sin sentirme obligado o coaccionado por ello. El término exilio, vamos, lleva en las entrañas una carga mucho más pesada que soportar.

    Pero aunque lo anterior sea una verdad tan apabullante como un templo, sé bien a estas alturas que hacer maletas y largarte, no de vacaciones sino a forjarte otro sendero sin boleto de regreso, guarda el estamento suficiente para que frunzas el ceño, reflexiones y te digas oye, ¿qué vas siendo?, ¿estás seguro de que el exilio poco tiene que ver contigo?, ¿sientes que regresar, por unos días al menos, constituiría un peligro? Y es ahí cuando en tu fuero interno sabes que lo más probable va de la mano con aquella condición desechada en un principio. Todo exilio es destierro forzado y fíjate que el hecho del no retorno, aún de vacaciones, cobra ribetes violentos gracias a que no volver en lo absoluto obedece a decisiones tuyas sino a circunstancias en definitiva obligantes, más allá de ti, nada mullidas ni cosa parecida. El vocablo exilio, como ves, muestra los colmillos, gruñe, se materializa sin rubor de cuerpo entero.

    Tengo la fortuna de vivir en una ciudad que significó amor a primera vista. He dicho en otros escritos y lugares que al minuto de haber puesto pie en Quito ya sabía que iba a respirar a gusto aquí. El tiempo no ha desmentido tal certeza. Pero cuando te has marchado, en el instante en que tu biografía resulta cruzada por el adiós a un lugar, a un ethos, a un lenguaje cotidiano que ignoras si abrazarás otra vez, o sea, en el segundo en que te preguntas cuándo será que pondrás tu humanidad sobre esa geografía que sientes lejos, casi perdida, entonces te percatas de que un exiliado tiene demasiados rostros y que alguno quizás coincide con el tuyo.  

    Mientras, pienso en Kavafis y en su Camino a Ítaca. “Pide que el camino sea largo”, escribe el poeta griego, “que muchas sean las mañanas de verano en que llegues -¡con qué placer y alegría!- a puertos nunca vistos antes”. Y me veo en esta ciudad mágica y pienso en la Universidad Católica, que es un hogar con biblioteca, aulas de clase, oficinas, jardines y amigos por dentro. Éste es justo el momento en que me sé privilegiado, chispazo que enciende emociones, nuevos anhelos y otras seguridades, haciéndome expresar a diestra y a siniestra todas las gracias de este mundo. Así avanza el minutero, transcurre el calendario, se dibujan en mi piel nuevas arrugas. “Ítaca te brindó tan hermoso viaje”, dice Kavafis, “y sin ella no habrías emprendido el camino”. Cuánta razón llevan sus palabras.

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