FERNANDO SAVATER

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Hablar de intelectuales no es, ni mucho menos, el mejor tema para entablar diálogos, en primer lugar porque existen otros de mayor frescura e interés, y en segundo porque, fastidio entre fastidios, la mayoría se cree, muy jactanciosos ellos, el ombligo de este mundo.

Pero como toda regla dejaría de serlo si no observara cuando menos alguna excepción, entonces hoy me atrevo a proponer el nombre de Fernando Savater, alguien que en el presente constituye sin lugar a dudas la antítesis del típico, engreído, aburrido hombre de pensamiento que pulula en nuestras calles. Su quehacer transita a lomo de inteligencia, de humor, de ironía, de buena escritura, de buena y mala leche, de esa humildad que nada tiene que ver con falsas modestias, lo cual siempre agradece el amplio abanico de lectores que de él se ocupan con fruición casi devota, quienes afirman, entre otras menudencias, encontrar en sus escritos muy posibles respuestas a aquellas interrogantes que, en tanto humanos, pues sin el menor empacho nos acribillan el sueño.

    Alguna vez, mientras paseaba los ojos por los anaqueles de un lugar interesante y extraño en Puerto Ordaz, mientras los letreros (“libros usados”, “libros en cinco idiomas”, “tenga cuidado, que lo estoy filmando”) se dejaban entrever desvencijados y sin mayor cuidado, Savater, en otra de sus ocurrencias, de un salto y sin aviso pudo plantarse enfrente gracias a un título sin pena ni gloria: “El arte de vivir”.

    Con la apariencia de un librito de autoayuda, al hojearlo pude descubrir la charla que el autor llevó a cabo en Madrid con Juan Arias, periodista y buen conversador, ya hace algunos años, y en la que se expone en forma abierta y con la franqueza que lo caracteriza la lucidez y el sentido del humor savateriano, lucidez que propina un latigazo, un coñazo en la nariz, un martillazo sobre la conciencia de quien lee, para luego obligarlo a pensar, a tomar en serio las palabras. ¿Ejemplo? Ahí van unas, muy a contrapelo de lo que se advierte en estas geografías, dicho sea de paso: “la idea de que el Estado tiene que basarse en una homogeneidad y no en una armonía de diferencias es un disparate”.

    Como buen filósofo, Savater baja la lámpara y apunta hacia las grandes incógnitas que el hombre se ha hecho desde siempre. Los valores, la felicidad, la guerra, la muerte, el poder, la ciudad, la cultura, el viejo y el nuevo milenio, el amor, la religión, las diferentes formas de lo autoritario. En fin, el transcurrir de aquel señor llamado tiempo y sus andanzas terriblemente aplastadoras de narices, cuya acción, diaria y por eso común, no deja de empaparnos con la más helada de las aguas. Sumo y sigo: “La realidad cotidiana tiene ya tantas cosas sorprendentes que el hecho de preguntarme si existirá también el cuerpo astral me interesa menos, pues la verdad es que aún no conocemos completamente el nuestro, ese que palpamos con nuestras manos”.

    “Feliz sólo puede serlo el que es invulnerablemente dichoso”, se lee en alguna de las doscientas y tantas páginas que bien pueden devorarse en dos sentadas. Y la felicidad, que es un estado al que Savater considera desproporcionado (prefiere hablar de algo así como momentos más o menos prolongados de alegría), de alguna manera se coló por completo en este libro. Este es un libro feliz tanto en el instante de su creación, de su hechura, como después de su paso por los brazos del lector, lo cual es ya mucho decir. Hay que tener claro, por si acaso, que hoy por hoy, basura literaria es lo que abunda.

    Fernando Savater invita a la conversa descarnada, sabrosa por donde le entres. Obsequia un plato para degustar, para pensar lo cotidiano, pero también lo menos dado al día a día o a la molienda de la rutina fácil. La idea, con toda seguridad, es también reírse del mundo y de uno mismo, y no le falta sentido a la propuesta. Leerlo no será perder el tiempo.

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