HAY QUE VER CÓMO ES LA GENTE
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Hay palabras que viven bajo tierra. Muchas, estoy más que seguro, cuya predilección es hacer nido en la cara oscura de la Luna. Me explico: así como existen palabras feas por donde les metas el ojo -aperturar, empoderar, accesar y un etcétera que coge al Libro Gordo de Petete sólo para ellas-, las hay con vocación de anonimato por los cuatro costados. Y todo extrapolable a ciertos individuos.
Conozco gente que tiene bastante de término silente, es decir, personas que nacieron tomando para sí el mutis existencial que las lleva sin mayores sobresaltos de la cuna hasta la tumba. Así como ves pasar a un hombre atravesado de oquedades, un queso gruyére con nombre y apellido, pongo por caso, te das de bruces con vocablos -y personajillos- que vinieron a este valle de lágrimas nada más que para hacer tienda en el diccionario. Palabras que de pe a pa son como esos bichos subterráneos, insectos o batracios, qué sé yo, viviendo sin ojos, sin oxígeno, sin luz: babosas entre el humus de principio a fin.
Acleido, por ejemplo. Euforbiácea, doncellueca. Ahora que lo pienso, tengo un amigo acléidico hasta los huesos con todo y que algunas veces se da el lujo de salir a la calle, de atender cuando lo llamo por teléfono, en fin. Los euforbiáceos son simplemente impresentables y de los doncelluecos para qué te cuento. Palabras que terminan siendo como miles de fulanos, individuos lexicales, combinación sorda de sílabas petrificadas en las cuatro paredes de un glosario, quién lo hubiera imaginado. Un diccionario polvoriento es también la casa de transeúntes que te tropiezas en las calles, que pagan a punto sus impuestos, que jamás rompen un plato.
El otro día caminaba aburrido por la avenida Las Américas y observé a una señora con el rostro y los gestos de esfacelo y caparídeo que me pararon los pelos. La seguí en medio de la muchedumbre, traté de dar con el misterio de lo que representa a simple vista pero nada, no soy como esos inspectores que ves en las películas de detectives, metódicos, deductivos hasta el hígado, capaces de escudriñar bajo los árboles, entre raíces o detritos y sacar las más atinadas conclusiones. Por más que lo intenté no hallé mínimo significado, plausible, convincente. Al no llevar conmigo un diccionario que pudiera de una vez por todas resolver el asunto, me encogí de hombros y continué andando seguro de que la buena mujer había nacido únicamente para ser consultada en el Larousse. Vaya existencia miserable.
Costribo, ultriz, xenismo, ulano, ménsula, trincadura, la lista es larga. Voy por la calle y ahí están, más ulanas que nunca, más ultrices que la madre que las parió, más xenistas que la última ménsula trincada del desierto.
El bueno de mi amigo cabe a sus anchas en el lugarejo más gris del Espasa Calpe, acomodado entre una veintena de sustantivos fofos en plena página doscientos veintitrés. Si te lo tropiezas por ahí comprenderás al pelo de qué hablo. Es que hay que ver cómo es la gente. Hay que ver.