VASOS COMUNICANTES

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

Es curioso. Yo, que suelo cargar una caja de tabacos encima y encenderlos en cafés, con lecturas o escrituras de por medio, acabo de olisquear bocanadas que un señor entrado en años arroja desde la mesa junto a mí. El efecto ha sido arrollador.

Pensé en mi padre. Me llegó de inmediato su recuerdo. Guardo una pipa que era suya y por bastante tiempo llevé conmigo, en la memoria, aromas de picaduras, de tabaco rubio o negro que él fumaba mientras conducía, mientras leía el periódico y a la vez yo lo observaba, niño aún, en esa especie de rito fabuloso que consistía en un puro goce: el placer de pensar y jugar con las volutas, con cada chupada, con las ideas que iban y venían al leer, al reflexionar frente al volante, en un silencio de a ratos fracturado sólo para dialogar conmigo.

Sentí el humo en la nariz y me fui a los setenta, a los ochenta, a los noventa, a días antes de su muerte. Ahora que lo pienso, creo que comencé a fumar puros nada más que por las ganas de escarbar en ciertas capas, por el deseo inmenso de redescubrir sensaciones asociadas con papá y que estaban ahí, en las raíces de mi memoria olfativa. Encender un tabaco y percibir sus olores desata un efecto-cascada de recuerdos, abre un baúl de imágenes que yo sé no voy a hallar de otra manera.

Respiro el humo de la mesa que está próxima a la que me sirve de trinchera y sí, pienso en mi padre, ya no como reacción instantánea sino a conciencia y a placer. Me hubiera gustado compartir con él un Partagás, un Cohiba, un cumanés, o extenderle aquellas cerillas de madera para que prendiera la carga de su pipa. La vida es un soplo y me doy cuenta, como tantas veces, de que también voy conociendo mucho más al hombre que no veo desde hace tanto, que no dejo de compartir a su lado aun cuando ya no está. Es extraño, pero recordar de esta manera implica que la memoria hace a fondo su trabajo, es decir, modela en el presente una figura, agrega un poco de esto o aquello y resulta entonces que mi viejo, por ejemplo, ha cambiado, va dentro de mí muy diferente a la última vez que caminamos juntos y charlamos, abrazado a esas conspicuas formas, caprichosas, entrañables, que el recuerdo y los años de ausencia van creando.

Lo imagino a mi lado, o frente a mí, en esta mesa de café, yo un amante de tantas cosas que él también amó, y me pregunto si podría verme en sus pupilas así como puedo vislumbrarme en los ojos de Daniel o de Camila, mis dos  hijos. Creo que ser padre va siendo como ser hijo al revés, de modo que también me encojo de hombros al interrogarme sobre qué hallaría él en mi mirada. En fin. Lo imagino en toda su estatura, y me veo apenas un chicuelo, recitándole al oído aquellas frases que me enseñó a decirle, como un secreto entre los dos, en la primera infancia: “Je t’aime. Je suis ton petit garçon. Je t’aime beaucoup”. Lo imagino, lo escucho, también desde mi preescolar o mis primeros años del colegio, con su mal español, con todas esas erres arrastradas, desconcertado porque era increíble, absolutamente increíble que alguien pudiera hablar así, de una forma tan extraña, tan poco común, tan alocada y divertida. Lo imagino, ahora sí, desde el mesón en el que lucho con los deberes de segundo o tercer grado, fascinado, mientras él está al teléfono y habla con su hermana, la tía a quien yo todavía no conocía, en esa lengua deslumbrante, llena de sonidos que era música para mis oídos.

Lo imagino a mi lado, o frente a mí, en esta mesa de café y siento ganas de abrazarlo, un abrazo fuerte, gigantesco, abarcante. Luego, siento además ganas de besarlo en las mejillas, en cada una de ellas, como solía hacer conmigo en las mañanas. Después hablar, eso, conversar, conversar de mil asuntos, de tanta cosa que permaneció en el tintero, de tanta promesa que voló por los aires, de tantos planes y decires y cuentos que nos echamos sólo a medias. Diálogo sin cortapisas, claro. Nada nuevo, cosas que aprendí a su lado. Y entonces decirle te amo, te recuerdo, te llevo en los adentros. Mirar el reloj y acordarme de aquel verso de Cortázar: “Allá en el fondo está la muerte”. Luego continuar hablando, diciendo, ya sin importar la presencia de alguien en esa mesa de al lado, ya sin que una bocanada desate este regreso a otros tiempos.

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