EL CAMARERO DEL DINDURRA
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Me gustan los cafés porque en ellos suelo ver pasar la vida. Tengo algunos que han calado por completo: ahí he sido testigo de mil historias, he confesado y también fui confidente, y déjenme decirles que a falta de una mesa amplia para trabajar, ésa que sólo encuentras en tu estudio de toda la vida, las de los cafés son el mejor sitio para echar encima tus libros, el fajo de notas, los papeles que revisas poco a poco mientras vas ordenando las ideas y diciendo mira, esta boca es mía.
Ahora escribo en el café Dindurra. A mi izquierda taza humeante, vaso de agua, y en la boca un cumanés, digno ejemplar cuando no tienes el habano a mano. Julio, uno de los camareros, es joven, algo gordo, diligente. Va y viene entre las mesas y si se te ocurre darle aliento, pues se toma el asunto en serio y conversa como si llevara años conociéndote. Vive solo, tiene una hija aún pequeña que está con su madre, lejos, porque ya sabes, cuando me dejó se la llevó con ella. Al decirlo puedo ver la tristeza en su semblante, un rictus de nostalgia que se filtra desde adentro.
Es casi Navidad. Le pregunto qué hará en estos días, adónde irá la Nochebuena, y responde que estará en la habitación que alquila, pululando, imaginando cómo la pequeña recibe, desenvuelve y luego juega con la muñeca que piensa comprarle. Una de paquete, hermano, que si la ves te cagas. Una como pocas, nada de regalitos de postín, no, le haré llegar la muñeca compa, la muñeca.
Lo dice y noto un chorro de alegría corriéndole por los costados. Es suficiente con eso, le basta suponer que su chiquilla va a estar feliz. Ha sufrido, ha mordido el polvo, sabe lo que es estar solo o estar triste, más en fechas cuando a la mayoría le da por aminorar hipocresías o poner bajo cero histerias cotidianas para aumentar artificialmente abrazos, besos, porque la ocasión lo exige y mira cómo son las cosas.
Llevo algún tiempo visitando este lugar. Al tomar asiento y desplegar mi material de guerra se acerca con lo acostumbrado: café y agua. Entonces me quedo callado esperando que abra la boca. Sé que quiere parlotear, hablar un poco de su historia, del presente y del futuro, del pasado que lo trajo a esta ciudad. Conversa entre ires y venires, entre órdenes de pizzas o refrescos, entre personajes de todas las raleas, entre seres elevados o hijos de la gran puta incapaces de imaginar qué puede estar pasando el camarero que les pone el yogurt y la galleta enfrente. Conversa entre maromas, de a ratos, educado, cauto, digno, como ya quisieran tantos patiquines que tienes que cruzarte día a día sin excepción.
Casi alcanza para su regalo, me suelta a quemarropa. Un poco más, dos o tres días con propinas y tal, y el envío llegará justo para la noche de Año Nuevo. Cómo se va a reír esa chiquilla, cuenta. Por un momento iba a decir: aquí está, cabroncete, algo para la muñeca porque quiero acciones en esas sonrisas, pero me contuve, es decir, no me atreví. Prometí hacerle un obsequio, un adorno para el cabello o algo parecido. Y así fue.