MANCHAS SOBRE LA TELA
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Llego al café como llego a la almohada. Desde mis años universitarios he apreciado en su justa medida la bondad de uno de éstos a la orilla de la calle, por la razón simple de que ahí bulle el fermento con que se tejen esperanzas, anhelos, intrigas, amores o traiciones. Un café en medio del camino es para mí trinchera necesaria, sea en la paz como en la guerra.
Es la mejor escuela para aprender algunas cosas. A pensar, por ejemplo. A contemplar, a estar con uno mismo, sumo y sigo. No hay valeriana, lexotanil, relajante por vía oral o intravenosa que se le parezca. Una mesa de café al aire libre hace de diván y de terapia. Yo, lo que soy yo, enciendo mi tabaco, pido un marrón humeante, lo acompaño con agua mineral y descubro de seguidas que la felicidad tiene lomo de gato, es acariciable, cabe a la perfección bajo la mano.
En el café miro pasar la vida no sin sorpresas de cualquier pelaje. Juro por todos los dioses que en ellos he notado lo que ni antes ni después llegó a cruzarse por mis ojos, de modo que un café es caldo de cultivo para vislumbrar con creces nuestra condición de bichos raros, de predecibles y aburridos, de sutiles y exquisitos, de sublimes o hijos de la gran puta que podemos llegar a ser sin que nos tiemble un pelo del cogote.
Hago una pausa para dar dos o tres chupadas al Balmoral que se consume entre el índice y el medio. Recuerdo que aquí, en el café al que suelo acudir a leer y escribir, descubrí un rayo de luz colándose por ciertas hendijas de las nubes y me petrificó su belleza. He venido una y mil veces, exactamente a las seis y cincuenta de la tarde, por el azul eléctrico que despide el cielo a tales horas. Espero ansioso los violetas, rosados, verdeazules de ciertos atardeceres que son irrepetibles. Percibo con alegría, entre bocanadas, las siluetas oscuras de los árboles en las aceras, recortados contra la luz del sol en el poniente.
Llego, tomo asiento, Miguel, el camarero, se acerca con la indumentaria y los enseres de costumbre. La taza de café en su punto, el vaso de agua estando donde debe estar, las buenas tardes desplazándose con gracia en su viaje desde los pulmones hacia afuera. Observo a un hombre alimentando a las palomas. Migajas de pan en una mano, algunas bolsas viejas en la otra, una mochila colgada a sus espaldas. El hombre, entre los sesenta o los setenta, disfruta lo que hace, juega como niño sin importarle el barullo alrededor. Creo que no todo está perdido, pienso mientras me engancho en el asunto y acompaño hasta el final la escena que protagoniza.
Lo veo irse en medio del atardecer que ofrece un fondo sepia desgastado. Se aleja, apenas es ya un punto en el paisaje. Caen las últimas cenizas del tabaco.