LA MUDEZ DE LA H
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Hay gente que no habla, que nunca lo ha hecho. Existen personajillos incapaces de decir esta boca es mía. Muchos se quedan sin voz cuando más les urge gritar. Y otros echan mano del mutismo como mecanismo para mirarle el rostro a los dioses, para lograr con él ese estado místico previo a la comunión divina.
Lo anterior es parte de la vida, o así me parecía. Por ejemplo, cuando observaba en la niñez a dos señores parloteando gracias a la lengua de señas, nada, era una forma extraña de decir las cosas, pero qué importaba. Ahora bien, lo que me costó entender, lo que jamás logré arrancar de mi asombro fue que la hache fuera muda. ¿Cómo iba a ser? ¿Qué entuerto fascinante arrojaba semejante afirmación? Una vez le pregunté a la maestra si las letras conversaban. Llegué aquella mañana con el morral a cuestas disparando a quemarropa:
-Maestra, ¿la efe puede hablar con la doblevé?
Aún recuerdo su reacción, su sonrisita, su cortés invitación a formar fila, a estarme quieto, a apurarme para cantar el himno. Lo canté, y mientras lo hacía imaginaba un romance entre la corpulenta be mayúscula y la mínima ere, y me preguntaba cómo haría la í de María si se enamoraba de aquella lejana eme. Qué trucos inventaría la a para besar a la espigada ele en un universo como Claudia, y así. Pensaba en el caos, analizaba variables, sacaba conclusiones. La mudez de la hache era un misterio que esa misma noche me produjo fiebre. Llegué a soñar con ella: la hache, pobrecita, sentada en el último pupitre, perdida en su mutismo mientras a su alrededor danzaban letras parlanchinas. Soñé con la palabra alcohol, que yacía inmensa, azulada, en su frasco sobre el cajón de los primeros auxilios. Vi en sueños a Honduras, de cuya existencia supe por la clase de Sociales. Apareció hamaca y, años después, la majestuosa Alhambra.
La escuela sirvió poco para iluminar estos enredos. Un profesor de Castellano respondió alguna vez que era muda porque le habían comido la lengua los ratones, y en ese mismo instante el tipo me pareció despreciable, el colmo de la estupidez hecha persona. Que la hache fuese muda era muy triste, y también injusto, claro, ¿por qué ella sí y las demás no? Surgió entonces una pregunta filosófica, comenzó a aflorar el sentimiento descorazonador de que las cosas pueden ser precarias, de que la relatividad es una presencia común en la vida cotidiana.
Cierta vez, en cuarto grado, me dio por escribir helementhal en un examen, y camihón y habuelita y chondhucto haudhithivho hextherno. Si la hache era muda, total, serviría para jugar. Me suspendieron la prueba, me regañaron en la escuela, llamaron a mis padres con la urgencia que el caso ameritaba. Llegué a pensar que querían enmudecerme. Imaginé a mi pobre amiga, aquella hache silente, y supuse cuál sería su historia. Entendí el misterio, comprendí al dedillo por qué se estaba como si nada ante la algarabía que la rodeaba en una palabrita tan dinámica como alharaca. En esa fiesta sí que no había piñatas para ella.
Sonreí. Sentí el alivio de un peso menos sobre los hombros. Había descubierto algo nuevo: el lenguaje también tenía su lógica, la escuela era un lugar contradictorio, la hache era la letra más divertida del abecedario.
Aquel día supe que un montón de cosas importan un pepino.