GOTERA
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Me dispongo a dormir y escucho la gotera. Mientras uno está despierto todo pasa, esos ruidos imperceptibles se mantienen en sus trece: viven en el subsuelo, se contorsionan a sus anchas detrás de la algarabía de nuestra vida cotidiana, como si no existieran.
Pero al apagar la luz surge otro mundo. No es que no hubiera estado ahí, vuelvo y repito, sino que ciertas cosas tienen su momento, esperan agazapadas -con la mano en el puñal- su hora precisa.
Es lo que ocurre ahora mismo. Escucho la gotera y supongo que ella también me escucha a mí, pues la relación que entablamos se sostiene en una mutua conversa soterrada, en la secreta concepción de que uno es percibido por el otro, y así.
Al principio es un tic-tac de lo más inofensivo, diría incluso que normal cuando se duerme en una habitación con el baño inmediatamente ahí. Problemillas cuya solución requieren del plomero siempre están a la orden del día y ni modo, a buscarle la vuelta al sueño porque mañana hay que madrugar, mañana hay que ir al trabajo, mañana hay que estar muy alerta por lo de la presentación en la oficina.
Pero una gotera se las trae, claro, como un dolor de cabeza o como uno de muelas, que no es poco decir. A las doce de la noche una gotera que taladra el lavamanos tiene el efecto de un misil contra cualquier trinchera onírica. Ni todo el arsenal mundial puede acabarla. Yo, que cojo el sueño por los cuernos y cuando digo a dormir es a dormir, he contado las mil seiscientas treinta y tres, y todavía la noche es joven.
Entonces me levanto y cierro a más no poder las llaves del bendito lavamanos. Parece que he triunfado porque mi enemiga no da muestras de vida ante ese ataque sorpresivo, asunto que me pone feliz de modo que, silbando, retorno a las cobijas. Al minuto la gota hija de puta marca mil seiscientos treinta y cuatro.
Agarro la almohada más voluminosa, construyo una especie de fortaleza para taparme las orejas, pero ella continúa sacándome la lengua. A estas alturas sé que se burla, casi puedo oír sus carcajadas, y cuando le respondo con insultos ella dobla sus esfuerzos y la escucho con mayor estruendo. Gotera del Averno, encarnación del mal, degenerada entrometida.
Voy a la sala por el estéreo, por algo de música. Me da la impresión de que una gotera así no resiste el trompeteo del señor Armstrong y, en efecto, cuando el señor Armstrong suelta el primer solo termina por enmudecer. Respiro tranquilo, soy el vencedor, ya puedo descansar.
Uno no es más pendejo porque no es más grande. A punto de lograr dormir y duplicando ese disfrute mientras lamía y relamía el sabor de la victoria, justo cuando me echaba en brazos de Morfeo, adivina qué. Nada insólito por estas tierras, nada que pueda impresionarnos: se fue la luz. Así como lo lees: se fue la luz. ¿Imaginas eso?, todo me salía a pedir de boca, mi plan de ataque contra la gotera había dado resultado, pero vivimos en la orilla del mundo y ser orilleros de este mundo, es decir, tercamente subdesarrollados por elección propia, da al traste con cualquier esfuerzo para superar perjuicios en el momento menos esperado. ¡El-co-ño-de-la-maaaaaa-dreeeeeeeeeeeeee! Y pensar que la tenía en mis manos, ahí yacía con el pescuezo apretujado la endemoniada bicha, que en ese mismo instante volvió a rugir como un volcán y gritó otra vez aquí estoy yo.
Ni qué decir lo que vino luego. El apagón me dejó a los pies de mi verduga, implacable a la hora de cumplir su cometido. Conté y conté gotas, ovejas, chivos y hasta dinosaurios, pero nada. Me senté a un lado de la cama, miré al techo, lancé improperios, escupí fuego. Con el ánimo rasguñando el piso fui al baño y traté de atraparlas y darles la paliza. Exacto: la paliza. A una de ellas estrellé contra la pared, a otra la hice trizas con el puño, otra cayó destrozada en el bidet, pero el ejército que formaban terminó sobrepasándome, su superioridad numérica marcó la diferencia.
Amaneció. Llamé al plomero y respondió que lo esperara a mediodía. Mientras, no aguanté y salí a comprar un lanzallamas. Arruiné el baño, por supuesto, pero la gotera dijo adiós. Llamé al plomero nuevamente para cancelar la cita. Me sentía orgulloso. Después de todo, había resultado vencedor.