MEMORIA
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Al amar o detestar, entre otras razones suelo hacer una u otra cosa en función de los aromas. Toda ciudad a la que he ido marca en mí su importa olfativa, por lo que desde esa huella el corazón se me aclara o se me nubla.
Hay quienes dan su veredicto a propósito de templos, restaurantes y jardines o gracias a la presencia de museos, autopistas, cines y otros lugares de diversa catadura. Repito que en mi escala de valores pongo al principio el estímulo a la pituitaria, ese adminículo de fábula vinculado hasta los tuétanos con la memoria.
Cada ciudad, y Quito en particular, lleva en las entrañas un catálogo de olores imposible de contabilizar. Caminar por una calle, pongo por caso, implica tal despliegue de recuerdos que si te pones a ver recorre de pe a pa buena parte de lo que has sido. La carga de perfumería de mil veredas puede cogerte por el cuello, echarte con violencia al suelo y de seguidas meterte de cabeza en el horno del que salió el pan que te conforma. Toda una vuelta a lo profundo, nada más y nada menos.
Voy al café de costumbre, miro pasar la vida mientras acabo Brooklyn follies, de Paul Auster, y ahí está. Huele a humo de tabaco, huele al niño que fui, sentado en el Ford 150 rumbo al campo. Mi padre al volante entona canciones de Brassens y yo me deleito al seguir las volutas, los caprichos del humo que sale de su pipa. No sé cómo ni por qué pero Quito guarda aromas que descubro y recibo feliz como lomo de gato bajo la palma de una mano.
En esta ciudad existen secretos que van siendo indescifrables. Eso poco importa debido a que basta lo primero, es decir, los secretos y ya, listo, se acabó, de manera que al diablo sus razones, sus orígenes o sus recovecos iniciales. Cuando la luz de estos lugares iguala la luminiscencia de mi pueblo a las cinco de la tarde, aunque luego el diluvio haga de las suyas y los termómetros marquen ocho o nueve grados, el adolescente que era yo se planta enfrente, dialoga como si nada con éste que ahora escribe y qué puedo decir, qué demonios intentar sino continuar pasmado, lelo ante semejante encuentro, para después cerrar el libro o apurar de un trago la cerveza o pestañear, encogerme de hombros y seguir de largo mi camino.
Quito también huele a café, pero no a cualquier café por motivos que quizás coges al vuelo. Estoy de nuevo en mi terraza predilecta. El macciato ya no es el macciato, es el marrón de toda la vida, de otros tiempos, de otra geografía hecho amalgama con el aquí y el ahora. Es que en el álbum sepia del pasado la memoria acecha en tecnicolor. Basta el francotirador apropiado y eres hombre muerto, cadáver tieso, fantasma de tu propio yo entremezclado con otro, en el fondo muy poco diferente. Qué le vamos a hacer, esta ciudad que llega al alma huele a humo de pipa y a café marrón, que en la escala de mis aromas tienen al toro cogido por los cuernos. En Quito doy otra vez conmigo mismo, recojo las migajas que los minuteros y las circunstancias por lo general se encargan se esparcir, con lo que el espejo termina su labor integradora: me veo entero, de pie a cabeza, de ayer a hoy. En la universidad, luego de dar una clase, paso por la biblioteca, tomo asiento y abro el libro que me tiene hipnotizado. Página ciento setenta y cinco, otra vez el buen Paul Auster: “Yo me levanto y empiezo a buscar el travesaño invisible. Cuando mis manos entran de nuevo en contacto con la escala, le doy palmaditas cautelosas, boquiabierto por el pasmo”.