LO QUE DICEN LOS PIES

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    A veces, si uno hace el esfuerzo, se percata de otras cosas. Yo, por ejemplo, salgo a la calle y me doy cuenta de pequeños accidentes, de cuestiones que pasan desapercibidas, de pliegues ínfimos que a la mayoría mantienen sin cuidado. Vamos a ver si me explico. En estos días tuve una magnífica idea: descubrir a la gente según el estado de sus pies, o sea, llegarle a la cara a través de los zapatos que encontraba a cada paso. No vayas a creer, es una tarea difícil. Si tienes enfrente alguna descripción, o conoces al padre o a la madre, o a un hermano, ya la cosa es menos complicada, dar con el posible rostro se simplifica a la enésima. Pero sólo con los pies, nada más que con los pies…

    Al principio tuve mil contratiempos. Únicamente lo hacía por darle rienda suelta a aquel primer impulso, no otro que encontrar una que otra singularidad, alguna conexión oculta entre las extremidades inferiores y los rostros. Pero después el asunto fue tornándose menos complejo, si es que tal palabra cabe a la hora de referirme a lo que me refiero. La verdad es que a determinados pies -en realidad a determinados zapatos, contemos las cosas como son- le iban como anillo al dedo tal o cual tipología facial, y lo mejor, lo sorprendente y divertido era que al alzar la vista me topaba con que no había equivocación: esa cara coincidía plenamente con la que segundos antes estaba imaginando.

    Ayer no más salí a dar una vuelta, y fíjate que terminé por repetir la práctica que ya era rutinaria. Primero fueron unas botas altas, ridículamente altas, sucias y no sé por qué insinuando mucha barba. Eran botas viejas, pero a la vez llenas de esa curtiembre como la que propician tierras calurosas, costeras, secas, con bastante brisa. Conclusión: rostro sin afeitar, cabellos al viento, sin peinado definido. Con exactitud de máquina fue eso lo que hallé al subir un poco la mirada. Tal era la imagen del hombre que estaba ahí parado, como si nada, ausente de todo experimento. Lo mismo ocurrió algunos pasos después, a pocos metros del kiosko en el que compro los periódicos. Rojos y brillantes, de tacones altos, con dos dedos de marfil asomando por la punta, aquellos zapatos reflejaban el trasfondo de una cara arcillosa, cuidada hasta la exageración. Cuando moví los ojos hacia el rostro, ya me era conocido. Es que lo había detallado, claro, antes de verlo.

    Pero lo  curioso hasta la médula pasó esta mañana, mientras caminaba por el centro y decidí entrar en una tienda cuya pared de fondo consistía en un inmenso espejo que abarcaba desde el rodapié hasta el techo. Me acerqué, pues el reflejo de zapatos que iban y venían como en una especie de danza especular resultaba fascinante. A los pocos minutos de contemplar modelos diferentes, formas de lo más atractivas y colores multiplicados por mil gracias a la ilusión de ese espejo que tan oportunamente había encontrado, vi un par marrón, inmóvil, de línea muy sencilla, deteriorado por el uso y el abuso. Reconocí los míos. Eran mis pies, es decir, mis zapatos. Entonces me imaginé, dibujé un rostro que de a poco cobró fisonomía. Pero cuando opté por dar con mi cara en el espejo descubrí que no era yo. Había otro en mi lugar. Espantado, con semejante experiencia abandoné  la costumbre de descubrir a la gente de aquel modo divertido.

    Ya no practico el ejercicio, lo cual por fortuna ha devuelto las cosas a su sitio. Ahora me miro en el espejo y soy yo mismo, o eso creo, aunque me cuesta muchísimo reconocer a los demás. No importa, dicen que la vida es así, que da sus vueltas y es extraña. Muy cierto,  la verdad. Mientras tanto, pasan los días en el bostezo de la rutina cotidiana. Mejor así, después de todo. Mucho mejor así.

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