ME SEÑALAN CON EL DEDO
por
-Roger Vilain-
X: @rvilain1
Cuatro y quince peeme, ciudad de Granada, mes de agosto, plaza Bib-Rambla. A cuarenta y cinco grados la goma de los tenis se derrite y el sudor cubre, moja, empapa. Entonces me zambullo en la primera terraza que vislumbro, nada menos que la del café Yslas, símbolo y templo de la bollería andaluza.
Como saben quienes siguen cuando pueden esta página, sentarme y contemplar -café de por medio, libro al pie, tabaco a veces, agua mineral infaltable- es uno de los ritos que con la práctica y los años cobra más hondura en mí. Así que aquí estoy, sudando la gota gorda, echado como foca en esta silla con un macciato listo, un Signature Blue entre los dedos y un libro abierto para hincarle el diente.
Gozo como nadie mientras leo a Rosa Montero. Lo que sea, una novela, sus entrevistas periodísticas, sus cuentos, crónicas, ensayos. Vuelvo y digo, lo que sea. Hace tres días encontré en Sostiene Pereira, libreríaen pleno Albaicín y a pocos metros de la histórica Puerta de Elvira, un ejemplar de la autora del que no tenía noticias. Lleva por título “La vida desnuda” y es una serie de ensayos cortos, o artículos largos según se vea, que me conducen por la calle de la alegría.
Enciendo el puro, doy un sorbo a mi café, abro el libro justo donde indica el marcapáginas y un pedazo del Paraíso cobra vida en la Tierra. “Diablos”, se llama la pieza con la que retomo la lectura. Despacho un párrafo, despacho dos, y noto de seguidas la sombra cercana a mis espaldas. Son jadeos perfectamente audibles, resoplidos a pocos centímetros de donde estoy. Es que me respiran en la nuca.
La página que leo es leída a su vez por alguien más. Pantalón de pana negro, mangas de camisa, barba bien cuidada. Volteo y unos ojos inyectados de sangre son lo primero que observo. La frente bañada en sudor, mechones de cabello húmedos pegados a ella, piel curtida por el sol. “Ése es un libro peligroso”, grita. Una vez, dos veces, cuatro veces, sin dejar de apuntarme con el dedo índice, dedo que es un arma arrojadiza, o un arma de fuego, o un tanque de guerra, qué más da.
Cuando espabilo entiendo de inmediato. El título del artículo perturbó cierta creencia que se percibe amenazada, un ámbito de fe trocado en verdad indiscutible. Si lo que llevo entre las manos se llama Diablo, soy el portador, sin ápice de duda, de objeto peligroso. De ahí su intento de arrancármelo de cuajo, de lanzarlo a purificadoras llamas, de destruir, acabar, exterminar la antítesis de la certeza.
Defiendo el objeto peligroso y al verme tan testarudo como él, se aleja un poco. Doy a entender que no va a resultar fácil el exorcismo que pretende. Ese es un libro peligroso repite otra vez, y otra, y se va despacio, se marcha dándome la espalda mientras dispara miradas como obuses cada tanto. Termina diluido en el hormiguero de transeúntes y yo respiro aliviado.
Dice Amos Oz que el fanatismo es más viejo que toda ideología y que todo credo porque forma parte de la naturaleza humana. Implica que en el fanático -y en el ser humano, ¡horror!- yace incrustado lo que él llama un gen del mal, asunto que florece y explota cuando menos lo esperamos si no se han tomado medidas al respecto. Entre éstas, claro, va por delante una educación particular -para la tolerancia, para la aceptación del otro, para la pluralidad-, lo cual se dice fácil pero hasta ahí. Lo complicado apenas asoma las narices y mira que nos va la vida en practicarlo.
Leí alguna vez que en el fanático anida una mezcla inflamable de extremismo e imaginación. Por ahí creo que van los tiros cuando nuestro mundo y nuestra realidad son lo único existente, y lo que es peor, lo único susceptible de existir. Semejante extremo es el cartucho cuya mecha prende bajo el influjo de una imaginación calenturienta. Receta como ninguna para el desastre, personificada en carceleros de cualquier pelaje, cuidadores de certezas inamovibles y vigilantes armados del dogma y doctrina que llevan consigo.
Acabo por fin el artículo de la magnífica Montero, doy el último sorbo a la taza de café, pago y me levanto para irme, no sin antes otear el horizonte por las dudas. Nada más que por las dudas.