PARADOJAS
por
-Roger Vilain-
X: @rvilain1
Cierto día me dio por llevar las cuentas. No las de la casa, que para eso mamá era insuperable, sino las más secretas, las apenas perceptibles.
Todo comenzó aquel jueves en la tarde, luego de un juego de fútbol. Barsa contra el Real Madrid -ganó el primero por goleada- pero no nos desviemos. Un jueves en la tarde y los Picapiedras en tevé, los deberes escolares terminados, el libro de Malba Tahan sobre la mesa y pan con mermelada a mano. Ya ves, el paraíso en su esplendor.
Hay quienes dicen verdades como templos. Dicen que para dar justo en la diana todo silencio debe ser atronador. No entiendo mucho del asunto pero me late eso que gente muy avesada dio en llamar entrevisión, es decir, darse cuenta de cuanto pulula más allá de las narices. Un silencio, atronador sin dudas, que apareció después de los deberes y antes del pan con la jalea, mientras cogía el libro y lo engullía.
Pero vuelvo y digo, cierto día me dio por llevar todas las cuentas. Primero con lo más fácil, cuentas inocuas, sencillas en apariencia. Conté los lunares de mi cuello, las pocas pecas que apenas se distinguían en mis mejillas. Segundo, continué hacia lo complejo, donde la mencionada entrevisión llegó a hacer de las suyas. Entonces conté, pongo por caso, cada una de mis pestañas, con el súbito hallazgo de que el párpado izquierdo tiene bastantes más que el derecho. Quién lo hubiera sospechado.
Llegué a contarme los poros, el número de vellos de los antebrazos, calculé incluso cuántos cabellos dispongo en un centímetro cuadrado de cráneo. Que no lo creas es otra cosa, pero de que chapoteamos en un mar de cantidades suficientes como para que un frío helado te recorra hasta las uñas, no tengo la menor duda. Y repito, todo comenzó con Malba Tahan, no me digas que lo olvidaste, aquel extraño que escribió “El hombre que calculaba”, un crack a su manera, un recién llegado entre lecturas de Herman Hesse, poemarios de Jalil Gibran e historias de corsarios en el Caribe, inspirador absoluto del arte que dominé de cabo a rabo.
Conté, a velocidad de vértigo como lo hizo mi mentor en su momento, la cifra exacta de hojas en la copa de cualquier árbol. Conté la cantidad de césped en los jardines de la plaza del pueblo. Conté el número de pliegues en las manos arrugadas de la abuela y conté las pelusas que ensuciaban el vestido de mi madre. Como si lo anterior fuera poco, en un ataque de exageración plagado de exactitud di con el guarismo inobjetable de estrellas que caben en una mirada al cielo nocturno de verano. Por último, atiné el dato conciso de granos de arena en la playa a la que hace tanto fuimos.
Entonces, como la perfección huye espantada de lo humano, el fracaso estuvo a la vuelta de la esquina. Por más propósitos aquí y allá, por más denuedo y prácticas durante horas, por mucho que sumé o resté o multipliqué, jamás puse la bala donde llegué a poner el ojo. Mi clase de matemáticas continuó tal cual, inexpugnable, incomprensible e inasible. La efe mayúscula, efe de fracasado, coronó todos mis bríos. Así que me resigné sin más: fui feliz al dar el número justo de granos de sal que llenaban un frasco en la cocina y fui un quebrado resolviendo polinomios. Lo que son las paradojas. Qué le vamos a hacer.