LA CALLE FOCH
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-Roger Vilain-
X: @rvilain1
Andaba por la calle Foch y pasé a otra dimensión. La calle Foch es normalita: comercios, autos, árboles y caminerías, pero esto de las dimensiones complica el asunto.
Sabía muy poco de tales cosas. Sabía por ejemplo que chapoteamos en la tercera y había visto en la tele que existen muchas más según cuentan matemáticos y físicos. Yo de números entendía apenas las cuentas del supermercado de modo que qué le vamos a hacer, iba por la calle Foch y otra dimensión acabó por engullirme. El pez grande que se traga al pequeño.
Digamos que una dimensión se está de lo más quieta en el lugar que le corresponde hasta que de pronto choca con otra, o se le abraza o se encarama en ella gracias a que un portal aparece de buenas a primeras. Supe lo de los portales también por la tevé, lo cual aclara finalmente el enredo. Iba por la calle Foch, me devoró otra dimensión y el culpable fue un portal. Caso resuelto.
Viniendo de la 12, cuando acabé en la mencionada Foch una brisa helada me caló hasta los huesos, sin dudas la dimensión de marras haciendo de las suyas. Y qué curioso, otros transeúntes no se percataron del prodigio, metidos hasta las narices en esta realidad que para qué te cuento. Y ahí me hallé, succionado por la intriga, carcomido por arcanos ve tú a saber cómo y por qué.
Lo cierto ha sido que la realidad se trastocó, cosa que da razón a los programas de History Channel. Ya intuía yo que mi afición por espectáculos de índole científica -viajes en el tiempo, astronomía, cosas así- brindaría sus buenos frutos, todos en el aquí y ahora de aquel día que jamás voy a olvidar.
En la calle Foch me asomé al escaparate de una tienda donde en un cartel inmenso se leía “puede usted fumar a toda hora”. Un poco más allá, en el jardín de entrada nada menos que del ayuntamiento otro aviso ponía “se puede pisar el césped”. Entonces empecé a mosquearme aunque ya sabes, existen días así, enigmáticos a reventar, curiosos por donde metas el ojo, lo que me hizo desdeñar toda perspicacia por un rato.
Pero la dimensión que me almorzó seguía en sus trece y de seguidas cierta bofetada del portal, justo cuando entré a un bar cuyo nombre ahora comprendo -“El abismo”- fue como decir hola, aquí me encuentro. “En este negocio sí se fía”, pude leer a un lado de la máquina registradora. Más adelante, en la acera luego de cuatro gin-tonic para despabilar, un aviso en verde brilló por su presencia: “Se puede girar en U”.
“Exceda el límite de velocidad”, llegué a ver estupefacto andados unos metros. “Se permite la ingesta de alcohol”, decía la placa en la entrada de una clínica. “No importa que hagas ruidos”, adornaba en la puerta de una iglesia. Me froté los ojos para comprobar que no roncaba a pierna suelta y luego continué la marcha, incrédulo, hasta convencerme de la realidad. “Vaya a contravía si le apetece”, “Arroje la basura donde lo prefiera”, “Entre sin tocar, sin autorización”, “Permitidos los parlantes a todo volumen”, “Orine feliz detrás del árbol”, “No se prohíbe que diga groserías”, y así. De inmediato recordé aquella sentencia -prohibido prohibir-, digna también de alguna dimensión ahora olvidada.
Busqué la mejor explicación, la que dejara entrever cuanto ocurría. Nada. Nada de nada. Fue en ese momento cuando tuve la certeza de que otras dimensiones deambulan a sus anchas por la habitación, por los cines, por el mercado o la cocina, y fue ahí cuando la veracidad de los portales se mostró como si nada. Desde entonces sólo compro libros de física cuántica y no me pierdo la Scientific American, revista de revistas, aparte de “When dinosaurs roamed the world”, “Wonders of the Solar System” y “Órbita Laika”, programas del canal 10 que para qué te cuento. Y es que para qué te cuento.