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LA RAÍZ IMAGINARIA por -Roger Vilain- X: @rvilain1 #Cultura

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LA RAÍZ IMAGINARIA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
X: @rvilain1

    Hay espacios que son islas. Existen lugares donde el día a día disminuye la velocidad para regodeo sobre sí mismo, para mostrar la cara oculta de lo que también es posible. Poner los pies en una barbería tiene que ver con lo anterior. Para empezar, el barbero es un demiurgo. Sacerdote incrustado en su habitáculo, cobra y se da el vuelto al labrarse letra a letra en medio de ofensivas o repliegues verbales, en medio de conversas sin principio ni fin que en una barbería adquieren el apelativo de infinitas. Un barbero resume al dedillo eso que tan bien define a quienes blanden la espada de los gestos, las maromas de la lengua y la truculencia seria y circunspecta, todo al empuñar tijeras, manipular perfumes, desenfundar la cero cero.

    Qué duda cabe: el barbero es un espadachín, especie de malabarista donde cabe la celebración del gol reciente o donde se concentra el escupitajo sin cuartel contra políticos de todo pelaje. Si el Aleph borgeano tuviera un referente en la ciudad, ése sería una barbería. Templo destinado al ritual humano por excelencia (conversar, no cabe duda), en el mundillo de sus cuatro paredes la palabra se remonta al principio de los tiempos, es decir, a la oralidad como fuente de lo primero y de lo último, alfa y omega del quehacer humano, única manera de asir la realidad y de meterse el universo en los bolsillos. Hablar se hace entonces una fiesta, implica concretar un hechizo, es la vuelta a Homero o a Virgilio.

  La silla del barbero, ese tótem de los días que corren, se me ocurre que bien puede marcar el punto de contacto entre la vida cosmopolita y el pensamiento primigenio. En ella se abrazan la modernidad y lo remoto: desde el televisor que te regala un Argentina Brasil hasta el pensamiento mágico de interlocutores cuyas fuerzas se crecen en el verbo, en el afán que afeitadores y afeitados manifiestan cuando de lanzar ideas o refutar opiniones se trata, vistos a la luz de lo fundacional, de aquel grupo de hombres embrujados por una buena charla al calor de la lumbre, al comienzo de lo humano.

    Si hay un lugar en el que el mundo se invente y se reinvente a cada instante, sus coordenadas llevan a la barbería. La silla del barbero equivale a fogata que invita, tiene que ver con la placidez del nicho a la hora de la sobremesa, cobra un clima de recogimiento dado al intercambio de palabras, a la exposición sosegada, al simple hecho de referir historias, como en los tiempos de la Ilíada o la Odisea, que el mundo termina por acomodarse en la palma de la mano. Y ahí el barbero, junto con quien está sentado y junto con quienes esperan turno para rebajarse los cabellos, manipulan la mentira, juegan con la verdad, asisten al asombro de inventar universos diferentes, todos y cada uno a la medida de sus necesidades, de tal o cual empecinamiento, de infinitos antojos. Vuelve a nacer lo religioso. El hombre se reafirma como hombre.

    Pasado y futuro quedan a la vuelta de la esquina. Basta pisar el templo del barbero para vivirlo en carne propia. “El presente es el futuro del pasado”, indicó alguien, y el futuro, claro, adquiere certificado de nacimiento previsto, sentenciado, rubricado por monjes enfrascados en sus profecías. Entrar a una barbería, digo yo, es dar cuenta de la raíz imaginaria, de qué hemos sido, por qué somos y qué llegaremos a ser.

    Por eso, en la silla del barbero se prefigura cualquier tiempo. Los presentes son presentes según la vena del momento, y Maradona o Joao -el portu de la esquina-, Cassius Clay o Chita -la mona de Tarzán-, caben sin dificultad en la esfera de cristal labrada a fuerza de blandir palabras, establecer realidades y entregarse al hecho de ser dioses. Los enigmas insondables de este mundo se aclaran en ella. La silla del barbero tiene mucho de silla, por supuesto, pero más de diván y de confesionario. Merlín sería feliz alrededor de ella, partícipe sagaz a la espera de su rape o en plan de sacerdote con dominio sobre geles, hojillas y tijeras. Ahí en la barbería, entre espejos, champús o secadores, se dieron los hallazgos más profundos.

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