Nostalgias de ida y vuelta por Laureano Márquez @laureanomar
Tengo un amigo que vive en Barcelona y que, cada vez que oye el Alma Llanera, se le hace imposible reprimir el llanto

Nostalgias de ida y vuelta
Las etimologías son siempre esclarecedoras: la palabra «nostalgia» viene del griego antiguo nostos (regreso) y algos (dolor). Según el diccionario de la que pule, limpia y engrasa el idioma, tiene dos acepciones, a cuál más nostálgica: «Pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos» y «tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida». Se atreve uno a afirmar que la nostalgia es el sentimiento que marca la vida de la gran mayoría de los venezolanos de hoy, sea que se encuentren dentro o fuera del país. La nostalgia viene de una historia truncada.
Tiene muchas vertientes, por decirlo de alguna manera: la de nuestra infancia, en aquellos tiempos en que una perinola, un bolsillo lleno de metras y una cuerda en el caso de las niñas, bastaban para hacer felices nuestras horas de recreo en el colegio; la de nuestra juventud: proyectos, amigos del alma y futuro. Nostalgia de nuestros padres, esos que en nuestros años mozos nos parecían mayores cuando tenían la misma edad que nosotros hoy, aunque no nos parezca que nos vemos igual que ellos entonces.
La nostalgia trae al presente nuestra memoria del pasado, distorsionada quizá por nuestro selectivo recordar. Aquella obra del liceo en aquel teatro de Maracay, que tanto marcó un rumbo y un destino; o aquel hermano marista inspirador que casi me convierte en cura; o cómo dos caminos se volvieron uno. Lo que fuimos ya no lo somos, pero nos sigue habitando, y hacemos nuestras las coplas de Jorge Manrique en la creencia de que «cualquiera tiempo pasado fue mejor».
Los venezolanos vivimos en la nostalgia de una época que sabíamos imperfecta —pero no tanto—, porque era nuestra y nos produjo al hacer de nosotros lo que somos: un maestro especial, una corrección oportuna, unas hallacas en familia, una canción y, por qué no, alguna chancleta voladora que subrayó en nuestra memoria alguna falta. Una amalgama de recuerdos se agolpa; son aquellas pequeñas cosas, que diría Serrat. Para quien los transita en la distancia, tienen un valor excepcional: es la única forma de volver. Retomando la etimología, es el doloroso regreso a la esencia de su ser. Todo conmueve hondamente. Es la nostalgia de Pérez Bonalde en su Vuelta a la Patria:
Ese cielo, ese mar, esos cocales,
ese monte que dora
el sol de las regiones tropicales…
¡Luz, luz al fin! Los reconozco ahora:
son ellos, son los mismos de mi infancia,
y esas playas que al sol del mediodía
brillan a la distancia,
¡oh, inefable alegría,
son las riberas de la patria mía!
Tengo un amigo que vive en Barcelona y que, cada vez que oye el Alma Llanera, se le hace imposible reprimir el llanto. Mayor pesar reviste el asunto si tenemos en consideración que mi amigo vive en la capital del estado Anzoátegui. Extrañar la patria incluso habitando en ella es la mayor de las nostalgias. Claro que, en la distancia, todo dolor se acrecienta. Con razón, desde antiguo, el exilio es una pena: estar lejos de la patria por razones de fuerza mayor, ajenas al propio deseo o voluntad.
La nostalgia deja en nosotros un sabor agridulce, como de mango verde con sal y pimienta: nos conecta con lo que ya no somos, pero reconoce en nosotros cuánto de todo lo que fuimos se despliega hoy en nuevos retos e insospechados logros. El alma venezolana florece en cada arepa que se abre frente a un niño que la pide a su madre criolla con acento ajeno, en cada músico que evoca lo que somos en una calle perdida del mundo, en la irreductible honestidad de la inmensa mayoría. Pero, por encima de todo, la nostalgia se vincula con la esperanza de un porvenir en que esos recuerdos se fusionen con la promesa de un tiempo mejor, que construya historias bonitas que marquen los anhelos de los que vienen detrás.
Conecto esto último con la historia de mi padre, el inmigrante, un franquista sui generis: amaba a Franco, pero emigró a Venezuela en busca de un destino mejor. Ya mayor, volvió a Canarias para pasar sus últimos años en la tierra que lo vio nacer, luego de una vida entera en Venezuela. Le dio por retomar su anterior oficio de agricultor y —junto a su nieto— fue a sembrar una higuera. El nieto preguntó: «Abuelo, ¿para qué vas a sembrar esta higuera si tú no vas a comer nunca de sus higos?». Mi padre respondió: «Alguien los va a comer, porque los que yo me estoy comiendo hoy, alguien los sembró para mí».
Moraleja: por muy turbio que se vea el horizonte, no dejemos de sembrar cada día la Venezuela que soñamos desde el lugar que nos toca, porque —no les quepa la menor duda— alguien cosechará los frutos.
Laureano Márquez P.
@laureanomar
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Una publicación invitada por Laureano Márquez Nacido en 1963, Humorista de nacimiento y politólogo de profesión. |