VÁRICES

POR

Roger Vilain

-Roger Vilain-
X: @rvilain1

    Uno anda con su cuerpo y nunca se percata de que existe. No es que no te duela alguna muela o no te agarre una jaqueca de mil diablos. Esas cosas ocurren a menudo y qué más da. Entonces tu esqueleto dice hola, vas de seguidas al dentista o te tomas unas aspirinas y ya está. Era la carrocería pidiendo mejorías. Al rato vuelven tus andanzas e ignoras la armadura que te arrastra.

    Si no ando confundido, decía Platón que “el cuerpo humano es el carruaje; el yo, el hombre que lo conduce; el pensamiento son las riendas y los sentimientos los caballos”. Todo en uno, no faltaba más, de modo que pululas por aquí o por allá sin pensar siquiera, sin percatarte de semejante ensamblaje. Hasta que el asunto se complica.

    El asunto se complica y ahí te quiero ver. Hace quince días fui operado de las várices, elementos que sólo me llamaban la atención al contemplar de niño las pantorrillas de mi abuela. Parecían pequeños seres vivos, algo así como serpientes reptando por las piernas, hecho que me suponía veracidad o fantasía en proporciones más o menos equivalentes. ¿Eran de verdad tales serpientes? ¿Eran acaso algo distinto, de cuya existencia no me había enterado? Entonces, mil años después, anidaron en mi pie derecho y canilla ídem, con lo que volví a darme cuenta de mi cuerpo.

    Jamás hubiera sospechado que unas várices pudieran ser motivo de maquinaciones filosóficas, pero lo cierto es que desde la operación, e incluso antes, he meditado con ahínco, he reflexionado como no tienes idea sobre mil y un asuntos corporales. Las várices, esas venas azuladas, verduscas si quieres más señas, que brotan de pronto sobre la lisura de la piel como curiosos dinosaurios erguidos. En ocasiones amenazadoras pero a Dios gracias por lo general muy amigables.

    Viéndolo bien, son hermosas mis várices. Algunas no tanto, lo acepto sin remedio, pero estarás de acuerdo conmigo en que juntas, vistas a la distancia entre el verde primavera, el azul mediterráneo y ciertos tonos rosados y violáceos, conforman una fronda que tiene mucho de arcoíris, de horizonte atardecido, de cielo estrellado digno de un Van Gogh entendido en saberes anatómicos.

    Total, que pienso sobre una cama de hospital en las várices ya operadas y de inmediato me figuro el hueso hioides, o los enigmáticos músculos auriculares, esos que sirven para mover las orejas. De hermosos no tendrán nada, dirás tú, pero no hay que ir tan rápido. En principio cualquier várice carece de porte y de elegancia, de mínimo atractivo que nos haga suspirar y sin embargo un buen día ahí las descubres, con la belleza chorreándoles por los costados. Lo mismo pasa con músculos y huesos. Y también pienso en la vesícula, en el esternocleidomastoideo, en las muelas del juicio, en el apéndice -luego dicen que no sirve para nada-, cuyos respingos de esplendor y de preciosidad quedan a la vuelta de la esquina.

    No sé tú, pero estoy de acuerdo con el bueno de Epicuro, ese señor espabilado que llegó a negar la condición ideal de la belleza según las enseñanzas de Platón porque lo bello, lo innegablemente bello, basta para desatar en ti o en mí deleite y armonía. Yo lo he comprobado: unas várices, digamos que el colon y su maravilla estética, un hígado haciendo de las suyas, un páncreas reluciente, cada riñón sin ir muy lejos. Belleza, belleza por donde los mires.

    Tendido en la camilla del quirófano estuve a un tris de dar un brinco y escapar. Al final no me atreví y el día siguiente lo pasé fatal sin mis várices de antes. Me ocurre cuando matan algo bello.

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