SWING Y LITERATURA

POR

Roger Vilain

-Roger Vilain-
X: @rvilain1

Mientras disfruto de la novela en turno o gozo con algún libro de ensayos me da por releer otras cosas, pongo por caso el epistolario de Julio Cortázar. Son cinco tomazos que Alfaguara tuvo el acierto de editar, con lo cual la vida del argentino se me abrió como flor en primavera.

La verdad es que de Cortázar tengo varias biografías, unas mejores y otras peores, nada nuevo bajo el sol. Cuando pisé la adolescencia pisé también la cola de un gato llamado literatura, y entre maullidos o ronroneos descubrí el placer que sin desperdicio lleva en las entrañas. Cortázar fue mi guía en esos parajes. De sus biografías, repito, unas son mejores y otras son peores, pero nada como sus misivas: ahí se coló su biografía total.

Así las cosas, estaba el otro día en mi terraza favorita con el café a la izquierda, el agua mineral un poco más allá, el cenicero a la derecha y un Villiger Red Mini entre los labios, no a lo Bogart que sería mucho decir pero sí a lo reposado, a lo hedonista, a lo colmado y a lo ensimismado, cuando recordé que en la mochila guardaba el tomo tres de las cartas del cronopio. Justo en la página doscientos cuarenta y dos hice a un lado al buen Moravia y entonces dale que te dale fui despachando una epístola tras otra.

En una de ellas escribía Cortázar sobre el vínculo ritmo y literatura, cosa que cualquiera cuyas aficiones tengan que ver con libros habrá sin dudas descubierto, en esencia porque leer, y también escribir, implican codificar o decodificar nada menos que una partitura. Si codificas bien, en el caso de escribir pones un pie en el Paraíso. Si decodificas mal, en la lectura llegas de cabeza al mismo infierno. Y así.

Todo agradable, todo bonito, todo a lo terraza con café y Villiger y libros hasta que llegaron ellas, las señoras, hecho que abrió de par en par las puertas del empíreo, del edén, de la gloria o del vergel, llámalo como te plazca. Acomodadas en la mesa de enfrente charlaron que dio gusto. Dos almas argentinas -qué causalidad, pero qué cau-sa-li-dad, gritaría el nene Cortázar- dándole a la lengua sin tregua, banda sonora que inundó mi espacio, mi ámbito, mi lectura a pleno estéreo con dolby incorporado y afinadas, entonadas, ecualizadas sin desperdicio alguno. La voz de Cortázar metida en cada página y las voces de estas damas cargadas de vos, che, mirá, sabés y la oralidad porteña, de cabo a rabo, clavada en la temperatura, en la atmósfera, en el clima de la tarde.

Swing y literatura hacen abrazaditos de las suyas, realidad indispensable para que brinque eso que los pomposos llaman literariedad, perdonen la horrible palabreja. De término tan feo dicen los que saben que “se utiliza en la filología y en otras ciencias para aludir al conjunto de las cualidades y las propiedades estéticas y lingüísticas que permiten calificar a un texto como literario”. Menuda descripción que quiere decir y no dice y sigue diciendo sin decir, cuando lo más sencillo es saborear lo saboreable, Cortázar en mano y dos señoras argentinas llevando la experiencia al non plus ultra -disculpen ahora el latinazgo fufurufo- del swing, de la armonía, del compás, de la cadencia y del arte.

Total, que entre el cronopio y las mujeres caí en la dimensión desconocida, ésa que te engulle, te mastica, te hace revolotear en sus jugos y te escupe de seguidas, con lo que terminas digerido, convertido en otro, metamorfoseado en salivazo único y beneficiario de los cielos, depositario de la dicha, todo en uno y a la vez. Swing y literatura y se acabó. ¿Qué más puede uno pedir?

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